LOS DEBATES DE LA PANDEMIA

junio 16, 2020

por Cristóbal Bellolio (publicada en revista Capital del 10 de Junio de 2020)

Qué significará el COVID-19 para la política latinoamericana | Las ...

La pandemia ha abierto una serie de debate globales. Pasemos revista. El primero gira en torno al régimen político adecuado para enfrentar este tipo de desafíos. Unos sugieren que las democracias liberales, por su celo en la protección de la vida privada y la promoción de la soberanía individual, no dan el ancho. Necesitaríamos gobiernos más poderosos, capaces de suspender las libertades personales y controlar más de cerca a la gente. Según esta tesis, hay que mirar con atención la receta china y la de otros regímenes filo-autoritarios de Oriente. Pero es un camino riesgoso: los gobernantes que piden poderes extraordinarios rara vez los devuelven una vez pasada la emergencia. Los defensores del liberalismo han insistido en estrategias que empoderen a los ciudadanos a través de información, transparencia e incentivos a la cooperación.

El segundo debate interroga sobre la vigencia del momento populista global. Algunos sostienen que la revalorización del conocimiento experto, y la relegitimación de las instituciones de autoridad llamadas a lidiar con la crisis, anticipa el fin de la década de oro de los populistas, que se dedicaron justamente a disputar las credenciales epistémicas de la ciencia, mientras acusaban a las instituciones de ser vehículos de los intereses de la elite. Sin embargo, no hay que apresurarse en esta autopsia: las instituciones no han recuperado su credibilidad, y hay expertos para todos los gustos. El caso chileno es ilustrativo: el tono del debate post 18/O no ha cambiado sustancialmente en tiempos de coronavirus. La rabia plebeya sigue ahí, profundizada por la percepción de que -nuevamente- las elites encontrarán la forma de capear el temporal en desmedro del pueblo.

Un tercer debate se ha centrado en la sobrevivencia del capitalismo. No está nada claro que la pandemia le haya propinado un golpe a lo Kill Bill (Žižek dixit). Resulta evidente que sociedades de mercado sin protección social tendrán más dificultades para aliviar las penurias de sus capas menos afortunadas. Pero entre ése modelo y el socialismo old school hay una amplia escala de grises. En estos momentos, somos todos keynesianos. Ni siquiera en Chile, laboratorio de los Chicago Boys, se ha defendido la ortodoxia de la no-intervención. Todos saben que hay que gastar y endeudarse si es necesario. La discusión está en los montos, no en la estrategia. Ojalá, este trance nos motive a construir un verdadero sistema público integrado de salud -Inglaterra montó el NHS a partir de un acuerdo político transversal de posguerra-, pero nada indica que perderá importancia la iniciativa privada o la libertad de emprender para crear riqueza. Sin perjuicio de lo anterior, algunos han observado que el modelo de globalización capitalista, fundado sobre el principio Smithiano de especialización y las ventajas competitivas de cada país, llegó a su fin: ¿de qué sirve que mi vecino haga respiradores mecánicos si no puede (o no quiere) exportarlos cuando los necesito? ¿Se viene acaso una nueva era de industrialización por sustitución de importaciones?

Del debate sobre el modelo económico se desprende un cuarto debate filosófico sobre los límites del crecimiento, la naturaleza del consumo y la política del Antropoceno. Aunque la idea de que la Tierra nos envió el virus para llamar la atención sobre nuestro abuso es metafórica, revela un punto relevante sobre la forma en que la especie humana fue absorbiendo los espacios de la biodiversidad. Los mercados húmedos donde se comercializan animales salvajes, como el de Wuhan, son ejemplo de esa avidez invasora. Pero no solo hay que replantearse la relación con los animales -portadores de la mayoría de los virus que han diezmado nuestras poblaciones-, sino que también la obsesión de producir siempre más que el año anterior. En varios círculos se discuten teorías de decrecimiento, que desafían la división tradicional entre izquierda y derecha. Otros han destacado, entre lo poco que hay para destacar, que la pandemia es un respiro para el ecosistema. Habiendo demostrado que era posible detener en seco la economía por voluntad política, tenemos nuevos elementos de juicio y acción para mitigar los efectos de la crisis climática en ciernes. Si podemos producir menos y consumir menos, y aun así vivir relativamente bien, ¿por qué no lo intentamos en forma sistemática para asegurarles a nuestros nietos un mundo habitable? La hipótesis pesimista es que ninguna lección será tan dramática como para borrar nuestra naturaleza imperialista y carroñera, y apenas podamos regresar a la normalidad, volveremos a gastar y consumir, literalmente, como si el mundo se fuese a acabar.

Finalmente, todas estas discusiones reconducen al gran debate sobre el progreso y los límites del ser humano. La idea ilustrada y positivista de un tránsito inexorable hacia un mundo mejor se ha visto seriamente afectada. Aunque el optimismo tecnocrático occidental trató de exorcizarla, la tragedia ha vuelto por sus fueros. En realidad, nunca se fue. De alguna manera, incluso, el espíritu progresista logró reinterpretar dos guerras mundiales como accidentes funcionales en el camino al paraíso terrenal. Hoy, cuando la pandemia nos recuerda las limitaciones de la experiencia humana, y volvemos a conversaciones más mundanas sobre el aseguramiento de pan, techo y abrigo, los conservadores salen de sus cuevas para recordarnos que ellos nunca fueron tan ilusos. Sin duda, tienen un punto. A favor del progreso moderno, sin embargo, debe contabilizarse el estado y la ciencia. La pandemia nos tiene agobiados, en parte, porque nuestra perspectiva histórica es limitada y gozamos de la bendición del olvido. Pero nadie querría enfrentar este virus con las capacidades de principios del siglo XX, o los estándares de higiene medievales. Que este enfrentamiento con la realidad sea finalmente un abollón, y no una pérdida total, se debe precisamente al trabajo coordinado de las instituciones más importantes de la modernidad.

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EL REGRESO DE LOS EXPERTOS

May 15, 2020

por Cristóbal Bellolio (publicada en revista Capital del 8 de mayo de 2020)

Coronavirus: ¿Quién es Charles Lieber, el científico que ...

No fue casualidad, reflexionaron algunos, que el estallido social se haya gatillado a partir de una medida adoptada por un comité de expertos: un selecto grupo aparentemente insensibilizado por el saber técnico, disociado de las experiencias reales de los chilenos “de a pie”, que interpreta la política como una cuestión de racionalidad científica, haciendo pasar su destreza académica como la única política pública sensata, y que esconde en la pretendida neutralidad de los polinomios una agenda de intereses hegemónicos. Esto evoca la crítica de Chantal Mouffe y del orgulloso populismo de izquierda al devenir de la democracia liberal: se ha convertido en una tecnocracia, que sustrae cada vez más decisiones del arbitrio de la voluntad popular. De ahí el imperativo agonista de repolitizar todos esos campos que fueron tecnificados y neutralizados.

Algo así parecía estar en el ambiente de los últimos meses: durante treinta años, las decisiones no las tomó el pueblo sino una elite amparada en un discurso de pretendida superioridad epistémica. Los expertos del momento fueron los economistas, amos de una racionalidad técnica inobjetable. Los fines de la política se dieron por sentados. La pregunta relevante era por los medios técnicos más eficientes para conseguirlos. En cierta forma, el estallido social de octubre fue una manifestación política contra esa manera de concebir el gobierno de una sociedad. Buscó repolitizar espacios entregados al veredicto de los expertos: ¿Qué importa lo que arroja el polinomio cuando las familias chilenas no llegan a fin de mes?

De pronto, el Coronavirus. Las autoridades políticas se vieron superadas por un fenómeno desconocido y nuestra mirada buscó a los que estudiaron el tema: a la comunidad científica, a los médicos y los expertos en salud pública, y muy especialmente a los epidemiólogos. Ellos tenían que decirnos qué hacer. Esa fue precisamente la primera crítica que se le hizo al gobierno de Sebastián Piñera: no estaba haciendo caso al comité de expertos convocado para la ocasión. Luego, desde la oposición, se sugirió que estábamos desviándonos de las recomendaciones de la OMS – estableciendo el veredicto de un órgano supranacional no-electo de racionalidad técnica como estándar de corrección. Ninguna de estas denuncias tuvo mucho asidero: los comités de expertos discrepan a menudo, y Chile ha sido más felicitado que reprendido por la OMS. Pero dejaron sentado el punto: había que deferir a los hombres y mujeres de blanco. El Colegio Médico, de hecho, se ha transformado en uno de los actores más relevantes de la crisis sanitaria.

Este escenario nos obliga a reflexionar sobre el complejo rol del conocimiento científico y la expertise técnica en la vida política de las sociedades democráticas. Los hechos que establece la ciencia, señalaba Hannah Arendt, son despóticos y dominantes porque no aceptan argumento en contrario. La política, por otro lado, es justamente el reino de las cosas que pueden ser de otra manera. Desde este punto de vista, la ciencia sería antipolítica. Más tarde, David Guston advirtió sobre la tensión interna entre la lógica de la ciencia y la lógica de la democracia: mientras la primera es excluyente y autoritaria, la segunda se construye sobre premisas estrictamente igualitarias. Quizás, por lo anterior, muchos movimientos y gobernantes populistas coquetean con el escepticismo científico. No parece entera casualidad que Donald Trump y Jair Bolsonaro, los más conocidos negacionistas climáticos en el poder, hayan sido -junto a AMLO en México- los que menos tomaron en serio las advertencias de la comunidad científica ante la aparición del COVID-19. Ante los ojos del populismo, los científicos son parte de una élite (intelectual, pero élite a fin de cuentas), que aspira a gobernar sin tomar en consideración la voluntad del pueblo, menospreciando la sabiduría del sentido común.

Por lo anterior, no deja de ser paradójico que hayamos pasado con tanta rapidez de una especie de momento populista en un sentido Mouffeano, a clamar para que los expertos nos conduzcan en estos tiempos de incertidumbre. Los que ayer desahuciaban a la tecnocracia, hoy piden -sin saberlo- su regreso. Porque eso es la tecnocracia: dejar que los expertos -sean economistas o médicos- tomen las decisiones políticas. Pero eso no es lo que está pasando en la actualidad con el Coronavirus, al menos en Chile. El gobierno escucha a los expertos, pero no está políticamente obligado a seguir sus recomendaciones. Esto no significa que las normas, medidas y políticas públicas no deban apoyarse en evidencia. Todo lo contrario: significa que la evidencia científica -en la medida que pueda haber consensos en un área todavía inexplorada- constituye un insumo especialmente importante en la toma de decisiones públicas. En el lenguaje de los liberales Rawlsianos, constituye una razón pública, y sólo las decisiones tomadas en base a razones públicas son legítimas. Pero no son las únicas razones públicas. Los gobiernos toman decisiones en base a una serie de consideraciones. Cerrar las minas de carbón puede ser esencial para contribuir a mitigar los efectos del cambio climático, pero cerrarlas hoy puede significar una crisis social y económica catastrófica en un determinada localidad. La labor del gobierno es equilibrar estas consideraciones y todas aquellas que resulten relevantes. En este caso, escuchar con particular atención al consejo de la comunidad científica, pero no olvidarse que finalmente administra un problema político cuyas aristas son múltiples.

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DEJA VU

abril 1, 2020

por Cristóbal Bellolio (publicada en revista Capital del 27 de Marzo de 2020)

Coronavirus en Chile: 434 casos confirmados y noticias del 20 de ...

Se siente como un déjà vu. Aunque esta vez no lo vivimos solos. El estallido social fue endógeno: el mundo miraba con curiosidad como Chile “despertaba” en una catarsis que mezcló violencia y sentimiento. Aunque mucha gente salía entusiasta a la calle, el efecto concreto que tuvo sobre la vida de los chilenos fue alterar significativamente la cotidianidad. Es cierto que parte importante -quizás la mayoría- de la ciudadanía estimó que era una alteración bienvenida, en la medida que sirviera para sacudir un sistema injusto. Muchos dijeron, expresamente, que había que evitar el retorno a la “normalidad”. En efecto, nada fue muy normal en los últimos meses del 2019. Se suspendieron miles de actividades académicas, culturales, deportivas, sociales. Entre el miedo de unos y la esperanza de otros, compartimos una sensación de incertidumbre. El toque de queda de los primeros días nos obligó a permanecer en casa, así como la regularidad de las manifestaciones posteriores a rehacer nuestra rutina. Fueron meses raros, de sentimientos encontrados, semanas maniacodepresivas que polarizaron a la sociedad chilena de una forma que la generación post Pinochet jamás había experimentado.

Lo de hoy es distinto, pero en cierta forma parecido. Sabíamos que marzo se venía con todo, pero no así. Nuestro calendario volvió a saltar por los aires. Lo que habíamos reagendado con motivo del estallido social volvió a suspenderse. Regresó el toque de queda y volvimos a ojear si la despensa -y el bar- daba abasto. La economía local, que se aprestaba para reactivar sus engranajes después de un trimestre para el olvido, volvió a parar en seco, obligando al encargado de las finanzas públicas a cranear un nuevo plan de rescate. Hay menos esperanza en el ambiente: a estas alturas el objetivo es evitar los peores escenarios. La incertidumbre no se ha ido. Como un virus, sólo ha mutado. Febrero aparece en la memoria como una tregua graciosa entre dos turbulencias. En cuestión de semanas, los chilenos pasamos de la mayor crisis política en medio siglo, con toda su emocionalidad refundacional, a lo que Angela Merkel ha descrito como el mayor desafío planetario desde la Segunda Guerra Mundial, con todo el estrés que significa saber que la vida misma está en juego.

En la dimensión política nacional, sin embargo, varios analistas sugirieron que esta era una oportunidad para el alicaído -casi derrumbado- gobierno de Sebastián Piñera. Aunque negado para la construcción de grandes relatos políticos, esta era la hora de las parcas rojas, de los gerentes en acción, del jefe de gobierno hands on que se rehúsa a ser jefe de estado desde las alturas. En 2019, en cambio, era poco lo que un elenco de hombres ingenieros comerciales de la élite podía hacer frente a un momento tan insurreccional como interseccional en sus demandas. Por eso no dieron pie con bola. La crisis del coronavirus es muy distinta. Por un lado, le permite al presidente -ahora sí que sí- articular una narrativa convincentemente unitaria. No más chilenos contra chilenos: todos contra el virus. Maquiavelo 1.0: para unir el frente interno, los gobernantes deben identificar enemigos externos. Para el paladar conservador, es una hora Churchill.  Por otro lado, porque las dinámicas horizontales del movimiento social que se desarrolló a partir del 18-O fueron difíciles de regular apelando a la autoridad vertical. Ahora, en cambio, lo que más se necesita es conducción, orden y contención. Mientras menos voces, mejor. El gobierno de Piñera podría, según esta teoría, anotarse algunos porotos y salir de forma más o menos digna de su segunda administración. La vieja tesis de la crisis como oportunidad.

Sin embargo, al momento de escribir esta columna (22/3), esa tesis no se afirma. Aunque un repunte en su aprobación es esperable, se instala la percepción de que el gobierno ha sido inepto -lento en la acción, comunicacionalmente torpe y, peor aún, poco transparente- también en la conducción de esta crisis. Como si Piñera se hubiera desfondado incluso para aquello que era, hasta hace poco, innegablemente bueno: gestionar. En la realidad, es probable que esto no sea cierto: es probable que Piñera siga siendo mejor que muchas de las alternativas para dirigir en tiempos de crisis. Pero en el ámbito de las percepciones, su autoridad informal está demasiado debilitada. Sigue al mando, pero poca gente le cree. Lo mismo respecto de su ministro de Salud, cuya rudeza en medio de un escenario emocional altamente sensible se asemeja a un elefante entrando a una cristalería. En este cuadro, algunos recomendaron emporar a una persona independiente, políticamente creíble y técnicamente competente, para convertirse en la cara del estado frente a la pandemia. Era una buena idea, considerando que acá lo importante es salvar vidas. Pero fue desechada por La Moneda: después de haber perdido varios penales, el presidente siente que éste es el suyo.

La duda que persiste en el ambiente es de qué forma ambas crisis se vinculan. Algunos caminan por la vida solo con un martillo, para el cual todos los problemas son clavos. Ellos estarán únicamente atentos a la forma en que nuestro modelo neoliberal -con su correlato constitucional- impide enfrentar exitosamente la eventual crisis sanitaria, sin ponderar debidamente las otras complejidades de esta crisis. Sin duda, lo que ocurra en las próximas semanas y meses será munición para el debate que viene. En cualquier caso, si salimos bien parados de nuestro enfrentamiento con el COVID-19, sería estupendo que algo de ánimo unitario -que ha sido extremadamente difícil de construir hasta ahora por los altos grados de desconfianza mutua- permee la conversación que se reabre en octubre sobre nuestra nueva casa común. ¿Muy ingenuo?

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DOS NARRATIVAS DE PROGRESO

marzo 17, 2020

por Cristóbal Bellolio (publicada en revista Capital del 13 de marzo de 2020)

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En su celebrado Age of Anger (2017), el ensayista indio Pankaj Mishra sostiene que la mejor manera de entender los turbulentos tiempos que corren es a través de la rivalidad intelectual que hace más de doscientos años protagonizaron Voltaire y Rousseau, en pleno siglo de la Ilustración. Mientras Voltaire era un declarado admirador del individuo emancipado de la tradición y la tribu, del racionalismo científico, de la globalización cosmopolita y del ascenso de la sociedad comercial -incluso antes que Adam Smith cantara sus virtudes-, Rousseau tomó partido por el pesimismo: las instituciones de la vida moderna estaban echando a perder a la humanidad, bajo el canto de sirena del progreso y la falsa libertad que prometía el incipiente orden capitalista. Rousseau se convirtió desde entonces en el estandarte del resentimiento -así lo describe Nietzsche-, ícono de los descontentos del sistema, de los perdedores esperando su revancha, de la furia populista contra la arrogancia de las elites tecnócratas y desarraigadas, el denunciante más feroz -Marx es su seguidor- del individualismo liberal. El historiador de las ideas Isaiah Berlin lo calificaría más tarde como el “más grande militante plebeyo de la historia”.

Aunque Mishra emplea esta rivalidad filosófica para explicar los problemas que experimenta la narrativa progresista occidental en las sociedades orientales donde ha sido trasplantada, y muchas veces impuesta a la fuerza, también nos sirve para iluminar la que probablemente sea la dimensión más profunda de la crisis política, social y cultural que atraviesa Chile. Es la dimensión que opone dos narrativas incompatibles sobre lo que constituye realmente progreso. La primera es tributaria del optimismo de Voltaire. En ella se mezclan el orgullo por un país abierto al mundo, conectado con la modernidad, gobernado según criterios de eficiencia técnica, que se encarna institucionalmente en la combinación ganadora de la Guerra Fría, a saber, democracia representativa y economía de mercado. Esta es también la narrativa liberal de la autonomía individual en la cámara secreta, el centro comercial y la intimidad de la alcoba. Y es también la autocelebrada narrativa histórica de una nación que se educa y abandona en consecuencia sus creencias tradicionales. Si nos vamos a los años noventa, es la narrativa de los jaguares y las «máquinas de crear empleo», del Chile que sale al ataque y experimenta una auténtica revolución silenciosa que arrasa con nuestra versión subdesarrollada, tan cándida como primitiva. No es la pura narrativa: tiene a su favor inéditos indicadores de prosperidad material.

La segunda es la narrativa de Rousseau, que sostiene que acá no hay nada que celebrar, que en las últimas décadas hemos ido en reversa, que el egoísmo del interés propio y la competencia por el éxito han carcomido el tejido social y el sentido de comunidad, que un arribismo importado ha resultado en el trágico abandono de nuestras raíces, hasta llegar a desconocernos frente al espejo, hasta ignorar nuestra propia identidad, hasta convertirnos en un país de plástico abrumado por la falta de sentido. Aunque el proyecto marxista es apenas otra versión modernizante, un monstruo tecnológico que no garantiza en nada aquello que Morris Berman llamaba el “reencantamiento del mundo”, algunos de los partidarios de esta narrativa de progreso alternativa suelen mirar con nostalgia los tiempos de Allende, cuando un ambicioso proceso de transformaciones sociales fue truncado a sangre y fuego. Cuando los Rousseaunianos chilenos escuchan a sus compatriotas Voltaireanos celebrar lo que entienden por progreso, sostienen, como lo hiciera en forma pionera Tomás Moulian, que se trata sólo de un mito, y cantan, como Los Miserables, “a otro perro con ese hueso”.

Esto no quiere decir que todos los partidarios del diverso movimiento social que se configura a partir del estallido de octubre quieran volver a un estado de cosas anterior a 1973, o que renieguen de los beneficios de la modernización capitalista. Muchos sólo quieren menos abusos, meritocracia real, y una repartición más equitativa de la torta. En cualquier caso, se hace muy difícil volver atrás. Los chilenos -incluso los de izquierda- se han vuelto celosos de su autonomía individual. Una cosa es destacar el encuentro que ha permitido el estallido social –“nos costó tanto encontrarnos, no nos soltemos”-, pero otra muy distinta es volver a pensar en el pueblo como un ente orgánico que subordina la voluntad subjetiva. Hasta el amor romántico está en entredicho en las nuevas generaciones por su dimensión sacrificial.

En la misma clave Rousseauniana se entiende la proliferación de banderas mapuches y la negritud del emblema patrio en Plaza Baquedano. Simbolizan el rechazo del Chile que hemos construido con pretensiones de modernidad capitalista occidental. Buscan reconectar con el original, aunque sea una ensoñación tan ingenua como imposible. Por eso caen también las estatuas que testimonian un progreso colonial y despótico, impulsado de arriba hacia abajo por elites modernizadoras. De ahí también el profundo sentimiento Rousseauniano contra la expertise técnica, que en el último tiempo se traduce en la idea de que la convención constitucional debe ser integrada por ciudadanos comunes y corrientes.

La crisis chilena tiene muchas caras. Junto a los ampliamente documentados problemas de desigualdad material y de trato, y al déficit de legitimidad política de nuestras instituciones representativas, una dimensión más profunda revela el quiebre entre dos narrativas de progreso incompatibles. Dos siglos después, Voltaire y Rousseau siguen batallando, esta vez en una larga y angosta franja de tierra llamada Chile.

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VIOLENCIA Y PROCESO CONSTITUYENTE

marzo 2, 2020

por Cristóbal Bellolio (publicada en revista Capital del 14 de Febrero de 2020)

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Los partidarios de la campaña del Rechazo al proceso constituyente suelen señalar que los actos de violencia política que vive el país son agua para su molino. Muchos partidarios del Apruebo creen que esta relación es forzosa o antojadiza. Proceden entonces a ironizar que cualquier contratiempo serviría para desacreditar el proceso, ridiculizando así los temores del Rechazo. Aquí desagrego el vínculo entre violencia y proceso constituyente, con el fin de aclarar qué parte del argumento del Rechazo debe ser desechado y qué parte debiese ser tomado en serio.

En primer término, se percibe que amplios sectores de la derecha se sienten estafados: asediados ante un escenario de creciente descontrol en las calles, se vieron presionados a firmar un acuerdo que entregó nada menos que la constitución de Guzmán. Lo que la izquierda democrática no logró en tres décadas, lo hizo posible el estallido social. Atria tenía razón: si no era por las buenas, sería por las malas. El oficialismo pensó que dicho acuerdo -llamado justamente “por la paz”- obligaba a la oposición a desplegar sus mejores esfuerzos para apagar el incendio y recuperar el orden público. Si bien es cierto que parte de la oposición ha mostrado escaso interés en lo último -contextualizando e incluso justificando la violencia callejera, bloqueando las iniciativas del gobierno, y lavándose las manos respecto de las externalidades negativas de la protesta social-, lo cierto es que sus partidos no tienen prácticamente ningún control respecto de lo que ocurre en Plaza Italia o cualquier otro punto crítico. La derecha pecó de ingenua si alguna vez creyó que un llamado de Álvaro Elizalde o Heraldo Muñoz, o incluso de Giorgio Jackson o Gabriel Boric, generaría algún efecto. Que la derecha haya hecho un mal cálculo, incluso considerando que algunos no han cumplido su parte del trato de buena fe, no constituye en sí mismo un argumento contra el proceso constituyente.

Un segundo argumento apunta al desorden que se vive semana a semana en Santiago y otras ciudades del país, representada principalmente por los enfrentamientos entre la “primera línea” y Carabineros, así como por los frecuentes actos de destrucción, piromanía y vandalismo que acompañan el ímpetu justiciero. Pero estas manifestaciones podrían seguir con cierta regularidad -ningún momento insurreccional como el que vivimos se agota de la noche a la mañana-, a través de una serie de ritos situados y circunscritos a campos simbólicos de batalla, mientras en paralelo se desarrolla un proceso constituyente más o menos ordenado. Por el contrario, podría especularse que la electoralización del escenario, la necesidad de participar en la convención y la discusión sobre los contenidos, tienden a trasladar la energía (aunque sea parcialmente) desde la calle al foro y desde la barricada a la asamblea. Desde este punto de vista, más proceso constituyente es menos violencia.

La tercera aprensión es mucho más concreta: que un grupo de manifestantes, ebrios de convicción sobre la nobleza de sus fines, irrumpa en los locales de votación, se robe un puñado de urnas y ensucie gravemente la legitimidad del o los actos eleccionarios. Después de lo ocurrido con la PSU, y testigos de la incapacidad que revelaron nuestras instituciones para asegurar el derecho de los postulantes, esta hipótesis no es descartable. No obstante, cada vez se suman más voces al Apruebo, incluso aquellas que originalmente pensaban en sabotearlo todo. Crece la conciencia sobre la magnitud de la oportunidad. Si algún colectivo idealista piensa en arremeter contra el proceso, el rechazo a esas maniobras será poderoso y transversal.

Finalmente, algunos han señalado que el actual clima de hostigamiento e intolerancia no es idóneo para llevar adelante un proceso de tanta trascendencia. Por eso advierten ante las famosas funas que han afectado a jueces y políticos. Su premisa es que la deliberación constituyente requiere de delegados que sean libres y soberanos, no sometidos a chantaje o amenaza. No es difícil imaginar el escenario: un delegado vota a favor de una disposición controvertida, y al día siguiente las redes sociales publican su dirección, o van a increparlo mientras recoge a sus hijos del colegio -o en el aeropuerto, o en parque, o en un supermercado, etcétera. Aunque hasta ahora estas funas vienen desde la extrema izquierda, la intolerancia política que existe en la extrema derecha es similar. Podría contra-argumentarse que los delegados deben rendir cuenta, y en ese sentido es natural que sean “apretados” por sus representados si no cumplen con su promesa programática. Sin embargo, los constituyentes deben hacer política. Eso implica, muchas veces, ceder, transigir y negociar. Como sostiene correctamente la doctrina Boric-Desbordes, se trata justamente de conversar con los que piensan distinto. Pero mucha gente vive persuadida de la lógica amigo/enemigo. Por lo mismo se apuran en llamar traidor al que construye puentes en lugar de cortarlos. Sin embargo, la convención constituyente depende de los constructores de puentes para ser exitosa como proceso democrático sustentable en el tiempo. De todos los argumentos que ligan la violencia al escepticismo respecto del proceso constituyente, éste es el más plausible, porque pone de manifiesto un germen de intolerancia política que rivaliza con el éxito del proceso. Esta no es (necesariamente) una razón para votar Rechazo, sino más bien una consideración que los partidarios del Apruebo debiésemos tomar en serio si nos importa que los resultados del proceso cumplan su propósito de re-legitimación política.

Link: https://www.capital.cl/violencia-y-proceso-constituyente/

OPORTUNIDAD CONSTITUCIONAL Y CULTURA DEMOCRÁTICA

enero 23, 2020

por Cristóbal Bellolio (publicada en revista Capital del 17 de enero de 2020)

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Se han dado distintas razones para elaborar una nueva constitución. Una razón recurrente es la ilegitimidad de origen de la actual Carta Magna, promovida por la dictadura de Pinochet y aprobada en un referéndum con escasas garantías democráticas. Aunque es una razón poderosa, no conviene ponerle todas las fichas a ese argumento: las constituciones suelen emanar de procesos de crisis institucional, y muchas veces reflejan el orden de los vencedores. Quedarían pocas constituciones legítimas en el mundo si atendiéramos únicamente a sus condiciones de origen. La mayoría se va legitimando a través del ejercicio político, tal como ocurrió en Chile en las últimas décadas. Lo contrario nos lleva a afirmar que todo lo que pasó desde los setenta queda invalidado, desacreditando los esfuerzos de la generación que recuperó la democracia y corrigió los aspectos más autoritarios de la constitución de Pinochet. El argumento de la ilegitimidad de origen, además, está siendo utilizado por la derecha dura para rechazar en el plebiscito de abril, apuntando a la violencia callejera que presionó el acuerdo constituyente del Congreso.

La segunda razón que se cita para elaborar una nueva constitución no tiene que ver con su origen sino con su contenido. Aunque en este caso calzan (origen autoritario y contenido neoliberal, sea lo que eso signifique), ambos elementos son analíticamente independientes. De hecho, la nueva constitución podría resultar igual de neoliberal si así lo acuerdan los 2/3 de la Convención Constituyente. Es un escenario improbable, pero atender a esa posibilidad ilumina el problema del argumento: apostar todo al contenido sustantivo nos obligaría a disputar la legitimidad del resultado del proceso constituyente si sus resultados no nos satisfacen ideológicamente. Como se advierte, no es una posición muy democrática.

Pero hay una tercera razón, que no descansa ni en el origen ni en el contenido, y que, por lo mismo, puede ser más transversal. Es el argumento de la oportunidad. Desde hace un tiempo, se advierte en Chile una profunda desafección entre la ciudadanía y sus instituciones políticas, que coincide con el ascenso de una nueva generación post dictadura en el debate público. Este es, entonces, el momento propicio para redibujar la arquitectura del poder. En el mejor de los casos, este nuevo texto sería capaz de producir lo que algunos llaman “patriotismo constitucional”, esto es, una cierta identificación con los valores sustantivos y procedimentales que allí se expresan, con las reglas del juego democrático, y las instituciones que lo encarnan. En ese sentido, que el quórum para alcanzar acuerdos sea alto es positivo: anticipa que será una constitución donde estarán plasmados los mínimos comunes de la convivencia política, y aleja el riesgo de un texto que represente la victoria ideológica de un sector sobre otro -como lo fue la constitución de 1980.

En principio, el argumento de la oportunidad tiene la capacidad de motivar a todos los sectores, en tanto constituye una invitación sin exclusiones a participar de un momento histórico de redefinición institucional que, eventualmente, generará las condiciones discursivas y los mecanismos normativos para un país más justo. No es necesario caer en ningún tipo de fetichismo constitucional para abrazar este argumento. La constitución no hace magia. Pero un buen proceso constituyente tiene un potencial legitimador que vale la pena explorar.

Ahora bien, no todos creen que sería un buen procedimiento. Mucha gente, tanto en el centro como en la derecha, tenía pensado votar afirmativamente en abril, y ha cambiado de opinión en las últimas semanas ante lo que percibe como un ánimo matonesco de la izquierda. La agresión al diputado Boric, el saboteo violento de la PSU, y otras tantas expresiones de la cultura de la funa que han desplegado ciertos grupos, serían testimonio de ese ánimo. ¿Cómo embarcarse en un proceso constituyente, donde los temas son emocional e ideológicamente cargados, si vamos a usar cada discrepancia para dividir el mundo entre buenos y malos, entre espíritus puros y almas corruptas, entre justicieros con derecho a todo y victimarios sin derecho a nada? Este es un miedo genuino que los partidarios del proceso constituyente debemos abordar. Porque no da lo mismo ganar en abril con una mayoría holgada y transversal, que hacerlo por un estrecho margen. Y porque el triunfo tampoco está garantizado; aunque según todas las encuestas es altamente improbable, en una de esas, la opción del Rechazo puede dar la sorpresa como lo hizo el Brexit o la elección de Trump.

Por esto, el argumento de la oportunidad se juega su validez en la práctica política de los actores. Es crucial que, de lado y lado, existan dirigentes y movimientos dispuestos a construir puentes de entendimiento y confianza cívica básica para aventurarse juntos en un delicado proceso de redistribución del poder. Sin abandonar la representación de sus perspectivas doctrinarias, estos actores deben explicitar a sus bases que la democracia lleva implícita la posibilidad de pérdida y cesión. Deben ejercitar el tendón de la discrepancia razonada para que tenga la flexibilidad suficiente de procesar los desacuerdos en forma civilizada. Tenemos pocos meses para (re)construir esos puentes, educar la frustración y ejercitar ese tendón. Tenemos pocos meses para generar una auténtica cultura democrática que a ratos se ha visto algo extraviada.

Link: https://www.capital.cl/oportunidad-constitucional-y-cultura-democratica/

LA TRAGEDIA DEL FRENTE AMPLIO

diciembre 27, 2019

por Cristóbal Bellolio (publicada en revista Capital del 20 de Diciembre de 2019)

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El nacimiento del Frente Amplio era una buena noticia para Chile. Se conformaba una coalición de partidos y movimientos que aspiraba a competir democráticamente a partir de dos elementos comunes. Por una parte, una crítica ideológica, desde la izquierda, al extenso tránsito de la Concertación en el poder. Por otra parte, la experiencia compartida de una generación que no vivió los traumas de la dictadura. El Frente Amplio representaba renovación doctrinaria y estética de la política. Por lo mismo, le fue tan bien en sus primeras elecciones: su candidata presidencial llegó tercera (pisándole los talones al candidato del oficialismo) y obtuvo, para sorpresa de todos, veinte diputados y un senador.

La élite económica y los sectores conservadores vieron al Frente Amplio como el cuco. En su desconexión, y por la poca información que había de ellos en los medios tradicionales, pensaban que querían convertir a Chile en Cuba o Venezuela. Pero las mentes lúcidas del Frente Amplio siempre estuvieron mirando a los países nórdicos, que gozan de altos grados de libertad -incluida económica- pero al mismo tiempo han sido capaces de tejer redes de protección social y asegurar derechos sociales para todos. Es cierto que el Frente Amplio quiere ampliar las atribuciones empresariales del estado, pero ha sido justamente por esa vía que muchos países han logrado encaminar estrategias de desarrollo de largo plazo. De los miles de estudiantes chilenos que se perfeccionan en el exterior, es probable que la mayoría se sienta representada por el ethos generacional y el perfil ideológico del Frente Amplio. Es decir, mientras la vieja guardia les recriminaba su poca experiencia, estos jóvenes construían en silencio su músculo académico, técnico e intelectual.

Que llegaran al poder era cuestión de tiempo. Era cosa de esperar que su generación dorada estuviera en edad de merecer. Es cierto que la convivencia de sus primeros años no estuvo exenta de polémica. Pero muchas de esas escaramuzas internas eran anecdóticas, propias de la adolescencia política y la ansiedad de protagonismo. ¿Acaso la derecha no fue una hoguera de vanidades durante toda la transición? De pronto, vino el estallido social. Es falso que la movilización no sea de izquierda ni de derecha. La mayoría de sus demandas empalma mejor con un ideario de izquierda, tal como el del Frente Amplio. Por eso, esta era su oportunidad para mostrarle a Chile una ruta doctrinaria y encontrar una voz que resonara en medio del balbuceo desconcertado del resto de los actores políticos. Lamentablemente, no fue así.

El Frente Amplio nunca supo cómo relacionarse con el momento insurreccional. Fueron ambivalentes entre cuadrarse con la institucionalidad democrática y el orden público, por un lado, y echarle más leños al fuego del conflicto para poner al gobierno contra las cuerdas, por el otro. Sus condenas a la violencia siempre vinieron contextualizadas con admirable destreza retórica, como si en el fondo hubiesen querido estar en barricada, o como si les tuvieran miedo a los elementos más chorizos de la movilización. Sin embargo, para liderar proyectos políticos en serio, es necesario frustrar a los elementos más extremos de la tribu propia. Lo hizo Luther King, lo hizo Mandela, lo hizo Aylwin. Cosechar aplausos entre los que piensan igual es fácil. Tal como lo hizo Boric en su arrebato con los militares en Plaza Italia. Para mostrar el camino y construir una nación para todos, en cambio, se requiere valentía. Como la que tuvo el mismo Boric la noche del acuerdo constituyente. Que haya sido penalizado entre sus pares por su actuación estadista del 15N dice mucho de sus pares. La suerte política nunca está echada, pero la figura de Jorge Sharp se ha hundido en los escombros de Valparaíso.

La tragedia del Frente Amplio no se limita a las dificultades de encontrar una voz propia en un escenario ideológicamente propicio. Se extiende hacia el futuro. Una cosa es tratar de ser Finlandia con un país económicamente en marcha y otra cosa es administrar pobreza. En el peor escenario proyectado por el Banco Central -10% de desempleo y 6% de inflación- vamos a retroceder 27 años en materia de desigualdad. Profunda ironía que ésa sea la resaca de un movimiento justiciero. El poco interés que han demostrado en ponerle coto a la dimensión destructiva de la movilización -llegaron a pedir perdón por sancionar formas evidentemente violentas de protesta social- demuestra que no están pensando seriamente en administrar el estado. Por lo demás, si se trata de alianzas público-privadas y grandes acuerdos que establezcan estrategias de desarrollo de largo plazo, lo fundamental es construir confianzas. Con el grado de polarización de los últimos meses -borrachera de maniqueísmo moral en la cual ha participado el Frente Amplio- será difícil hacerlo.

Las vueltas de la vida: este es el momento en el cual el Frente Amplio tiene que parecerse a la Concertación que venció a Pinochet a finales de los ochenta. Con pragmatismo democrático y minimalismo programático, entendiendo que todo se devuelve y llegará el minuto de trabajar con -y no contra- los adversarios políticos. Este es el momento de aislar a los elementos que atornillan al revés, y de trabajar con sentido histórico -no para la selfie– para el rebaraje de poder más importante de las últimas décadas que se producirá en la convención constituyente.

Link: https://www.capital.cl/la-tragedia-del-frente-amplio/

JUDEA CONTRA ROMA

diciembre 12, 2019

por Cristóbal Bellolio (publicada en revista Capital del 6 de diciembre de 2019)

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Se han ensayado distintas teorías para explicar el estallido social chileno. Algunas son de corte marxista, otras de textura liberal. Las primeras apuntan al grado de desigualdad material que produce un modelo de desarrollo capitalista donde unos pocos concentran la riqueza a expensas de los trabajadores. Las segundas apuntan a las frustraciones y expectativas insatisfechas de un modelo que prometía expandir la fiesta del consumo y democratizar el acceso a bienes y servicios que reflejan estatus y autonomía. Para las teorías marxistas, la solución pasa por derribar el modelo. Para las teorías liberales, la solución pasa porque el modelo cumpla su promesa. Sin perjuicio de la validez de ambas interpretaciones, aquí propongo una aproximación alternativa a la movilización social y a la forma en la cual ha construido inorgánicamente su relato justiciero.

La aproximación que propongo es Nietzscheana. En La Genealogía de la Moral (1887), el filósofo alemán sostiene que la idea de lo bueno y lo malo han invertido su significado a través del tiempo. En la vieja Roma, cuenta Nietzsche, lo bueno estaba vinculado a los valores aristocráticos, a imagen y semejanza de la contextura, nobleza y carácter de los patricios. Lo malo, en cambio, era lo abyecto, lo bajo, lo pobre, a imagen y semejanza del mendigo que se presumía mentiroso, ladrón, flojo y borracho. Hasta que llegaron los judíos y afirmaron todo lo contrario: los poderosos son los malos, los oprimidos son los buenos. Una narrativa conveniente, piensa Nietzsche, para una nación acostumbrada a la esclavitud y la persecución. La paradoja de esta historia es que fue Jesús de Nazareth, el judío que los judíos mandaron a matar, quien consolidó esta inversión de significados con los grandes éxitos de la naciente ética cristiana: los últimos serán los primeros, es más fácil para un camello pasar por el ojo de un aguja que para un rico entrar al reino de los cielos, bienaventurados los mansos porque ellos heredarán la tierra, los envío como corderos entre lobos, si te golpean una mejilla entrega la otra, etcétera. La moral judeocristiana, en resumen, trocó para siempre la noción de lo bueno y de lo malo que tenían los romanos. Es cosa de mirar la historia: salvo el breve destello de valores clásicos que observamos en el Renacimiento, Judea se ha impuesto sobre Roma una y otra vez. La Revolución Francesa, según Nietzsche, es su máxima expresión moderna: los buenos son los revolucionarios de la liberté, égalité, fraternité, que a punta de resentimiento acumulado pasan por la guillotina a la familia real y a toda la jerarquía social que oliera a antiguo régimen, los malos de la película.

La escena del movimiento social chileno acusando a la élite política, económica y social de secuestrar en su favor las instituciones y abusar de su poder tiene mucho de Judea contra Roma. Hubo un tiempo reciente en el cual la sociedad chilena destacaba las virtudes patricias. Nuestros empresarios eran máquinas de crear empleo y nuestros políticos eran sobrias excepciones en un contexto regional bananero. Hoy, en cambio, los poderosos están en entredicho por el mero hecho de serlo. Un rayado que dijera “Los señores están liquidados; la moral del hombre vulgar ha vencido” -así lo describe el propio Nietzsche- estaría a tono con la movilización. Porque si algo caracteriza al movimiento social -probablemente a todos los movimientos justicieros- es la exaltación de sus propias virtudes y la parcialidad frente sus defectos. Sus participantes insisten en que las formas violentas o destructivas de protesta no son verdaderamente parte del movimiento, como si uno pudiera excluir a los primos indeseables de la familia. Algo de ese narcisismo está retratado en su iconografía Marvel. En lugar de promover liderazgos con nombre y apellido -porque esos siempre tienen tejado de vidrio y son vulnerables a la funa- sus héroes usan capucha y antifaz, cuando no disfraz completo. La llamada “primera línea” -los muchachos que enfrentan a Carabineros para permitir que la manifestación pueda desarrollarse a su espaldas- ha sido elevada a categoría mitológica: son nuestros 300 enfrentando al ejército infernal de Jerjes.

Esta inversión de valores tiene una expresión más nítida, aunque filosóficamente más compleja: la idea de que los pecados de la élite son peores que los pecados del pueblo. En tiempos de Roma, los delitos de cuello y corbata se tienen por desajustes menores. Por el contrario, se encarcela la pobreza. En tiempos de Judea, el reproche de las faltas depende de su magnitud. El pueblo saca la calculadora y concluye que colusiones, evasiones y perdonazos suman mucho más que las pillerías de los plebeyos. Es la derrota de la tesis del cura Berríos, que hace algunos años advertía que “todos tenemos un Penta chiquitito”, es decir, que todos somos infractores con independencia de la magnitud del daño. Es una tesis Kantiana, porque lo que importa no es la consecuencia sino la buena voluntad. En estas semanas, se ha impuesto la tesis opuesta: el tamaño del Penta sí importa. Eso explica que el movimiento no haya juzgado nunca las evasiones masivas del Metro y haga gimnasia retórica para contextualizar los costos que está sufriendo el país, como si no le correspondiera hacer ninguna autocrítica hasta a empatar el saqueo de la élite.

Judea, eso sí, carga con una promesa: su “odio creador” debe dar paso a un “amor nuevo”. No sirve el resentimiento seco ni la rabia como combustible anímico si no se construye un orden social renovado donde plasmar esos valores. En ese mundo, advierte Nietzsche, hasta Roma se judaíza.

Link: https://www.capital.cl/judea-contra-roma/

DE QUÉ HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DE DIGNIDAD

diciembre 3, 2019

por Cristóbal Bellolio y Daniel Brieba (publicada en La Segunda del 27 de noviembre de 2019)

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Desde el estallido social del 18 de octubre, la noción de dignidad ha sido recurrente en lienzos, murallas y discursos. La Plaza Italia, incluso, ha sido rebautizada como la Plaza de la Dignidad. Si bien todos tenemos una noción intuitiva de qué significa la dignidad, el concepto es tan amplio que casi cualquier demanda podría ser presentada ante el resto como una demanda por dignidad. Por eso, queremos rescatar aquí dos ideas filosóficas que pueden ayudar a darle contenido específico a esta noción.

La primera idea es del teórico liberal-igualitario John Rawls, que plantea que en una sociedad justa no solo deben distribuirse de manera relativamente igualitaria bienes como las libertades, las oportunidades y la riqueza, sino que también algo que él llama las bases sociales del autorrespeto. En concreto, éstas refieren a las condiciones sociales que permiten a cada ciudadano desarrollar un cierto grado de autoestima o percepción del valor propio. Por ejemplo, una sociedad donde algunos se ven a sí mismos como dignos de especial consideración y trato, mientras otros son socializados desde la infancia acerca de su escasa valía, no le está proveyendo las bases sociales del autorrespeto a los segundos. El clasismo y el racismo, por ejemplo, se sostienen en la creencia de que hay cierto grupo de personas que es inherentemente superior a las de otro grupo.

La segunda idea es de Elizabeth Anderson, quien ha insistido que la igualdad más propia de una sociedad democrática no es la de ingreso sino la igualdad relacional, es decir, la que se produce cuando las personas se relacionan unas con otras en un pie de igualdad. Lo contrario a la igualdad relacional son las jerarquías de estatus dictadas por la raza, la clase, el género u otras semejantes, donde un grupo puede dominar o imponer sus términos sobre otro.

Ambas ideas son muy relevantes para el caso chileno, pues se trata de una sociedad con fuertes resabios estamentales e informalmente estructurada en torno a jerarquías de clase y raza. Ejemplos abundan: la diferencia entre tener un apellido de origen castellano-vasco o anglosajón versus uno de origen mapuche se traduce con frecuencia en oportunidades diferenciales y/o discriminación; la gente percibe que, con frecuencia, es maltratada debido a su clase social, lo que ocurre tanto en lugares de trabajo como en servicios públicos; en Chile, la sociedad y los profesores asumen que los niños de tez más blanca tendrán mejor rendimiento académico, y los alumnos de tez más oscura comparten esa apreciación y reportan una menor confianza en sus propias competencias. Por lo tanto, sugerimos, la demanda por dignidad se puede pensar como una demanda por una sociedad donde cada persona pueda contar con las condiciones sociales que le permitan desarrollar su autorrespeto y se pueda relacionar con otras desde un pie de igualdad, es decir, como iguales ciudadanos.

Por todo lo anterior, es probable que el cambio constitucional –fundamental para dibujar la nueva arquitectura institucional del país- no sea suficiente para revertir nuestro déficit de igualdad relacional y asegurar así las bases sociales del autorrespeto para todos y todas. Para ello, será necesario abordar también dimensiones materiales, simbólicas y de trato que requieren, más allá de los cambios institucionales, de importantes cambios culturales en nuestra sociedad.

Link: https://digital.lasegunda.com/2019/11/27/A/9F3NI27C#zoom=page-width

SOBRE LA VIOLENCIA

noviembre 19, 2019

por Cristóbal Bellolio (publicada en revista Capital del 8 de noviembre de 2019)

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Aceptemos una verdad incómoda: sin los hechos violentos del viernes 18, jamás habríamos asistido a la impresionante concentración del viernes 25 siguiente. Sin viernes de furia, no hay viernes de paz. Sin el espectáculo escalofriante de las estaciones de metro vandalizadas en medio de las llamas, no se produce esta movilización social ni resucita el proceso constituyente ni el gobierno termina contra las cuerdas. Si Chile efectivamente despertó, como celebran tantos compatriotas, fue porque lo sacaron de la cama a patadas. Es una tesis incómoda pero inescapable: la esperanza que millones de chilenos depositan en el desenlace de esta historia, esa nueva normalidad a la que aspiran, expresada en un cambio de modelo, en una distribución más justa, en una vida menos onerosa, en el fin de los abusos, etcétera, no habría surgido sin el hito insurrecto y pirómano que abrió las compuertas del descontento y alteró el equilibrio de poder. Cacerolazos, carnavales y cabildos, todas las formas de expresión que se han sumado a la causa -esa causa donde caben todas las causas- son consecuencia de la violencia original.

Por supuesto, la mayoría de los manifestantes pacíficos condena la violencia y reivindica el derecho a reunión, asamblea y expresión. Es una condena genuina, pero que olvida convenientemente un detalle: esos derechos no se hubieran activado sin el caos purgante que asoló Santiago y otras ciudades. Como si un buen día, sin mediar detonante, se les hubiera ocurrido salir en masa a marchar por las injusticias acumuladas. Muchos incluso agregan que los violentistas no son verdaderos luchadores sociales, sino que reman en contra del movimiento. Son como esos dirigentes deportivos que se desmarcan de sus barras bravas después de un incidente, diciendo que no son verdaderos hinchas. Obvio que lo son, en ambos casos. Las formas de protesta son variadas y dependen de los recursos culturales de los manifestantes. Algunos protestan bailando electrónica en Ñuñoa, otros asistiendo con la familia a actos culturales, otros jugando a la guerrilla urbana contra fuerzas especiales, y otros saqueando supermercados para ¡por una vez que sea! ganarle al sistema. En el escenario actual, disculpen mi cinismo, me parecen más honestos los que admiten que hay ciertas transformaciones que, por su envergadura, no se obtienen siguiendo las reglas del juego convencionales. O bien, que la correlación de fuerzas está tan amañada por el sector que escribió las reglas en su beneficio, que no hay otro camino más efectivo que patear el tablero y empezar de nuevo. En estos días, le pongo más oreja a los que dicen que la democracia liberal y representativa, con su majadera insistencia en las formas y su exasperante lentitud burocrática, sencillamente no sirve para procesar el desborde de la voluntad popular.

Es una conclusión incómoda, insisto. Para quienes nos consideramos liberales y demócratas, una conclusión temible. Nosotros pensamos que la violencia está descartada para conseguir objetivos políticos. Pero este estallido nos recuerda que esa es una declaración de buenas intenciones, no una realidad. Nuestro sistema político, legalista y representativo, prescribe cuáles son las acciones permisibles para influir en el curso de la vida social. Una de esas acciones, obviamente, es competir en elecciones para ejercer cargos de poder. Otras consisten en organizarse en torno a un interés -empresarial, sindical, etcétera- para hacerlo avanzar frente a los tomadores de decisiones. Ese rango de acciones permisibles excluye el uso bruto de la fuerza. Entendida en términos Arendtianos, la violencia es la negación de la política. Sin embargo, aunque haya sido desterrada del rango de acciones permisibles en una comunidad política civilizada, la violencia no ha desaparecido del repertorio humano. Está siempre ahí, contenida, esperando activarse cuando la desidia e inoperancia de los mecanismos formales genera una frustración más allá de lo tolerable.

Esta es probablemente la lección más radical de las últimas semanas en Chile: aunque elaboremos reglas que la excluyen de la vida cívica, la violencia no puede ser exorcizada de la convivencia social. Esto significa reconocer que dichas reglas -las reglas de una democracia liberal y representativa- son más frágiles de lo que parecen. Y nos obliga a aceptar que la normatividad impresa en nuestras instituciones no es neutra ni evidente ni refleja una verdad metafísica. Sobre esa normatividad específica se eleva un sinfín de posibilidades empíricas que describen la realidad del conflicto político, y eventualmente diseñan una nueva normatividad. Esto no significa, finalmente, que la violencia sea buena, legítima o aceptable. Bajo los parámetros de la democracia liberal, no lo es y nunca lo será. Pero nos recuerda, como enseñaba Maquiavelo, a mirar de cerca la verita effettuale della cosa.

Link: https://www.capital.cl/sobre-la-violencia/