por Cristóbal Bellolio (publicada en revista Capital del 13 de marzo de 2020)
En su celebrado Age of Anger (2017), el ensayista indio Pankaj Mishra sostiene que la mejor manera de entender los turbulentos tiempos que corren es a través de la rivalidad intelectual que hace más de doscientos años protagonizaron Voltaire y Rousseau, en pleno siglo de la Ilustración. Mientras Voltaire era un declarado admirador del individuo emancipado de la tradición y la tribu, del racionalismo científico, de la globalización cosmopolita y del ascenso de la sociedad comercial -incluso antes que Adam Smith cantara sus virtudes-, Rousseau tomó partido por el pesimismo: las instituciones de la vida moderna estaban echando a perder a la humanidad, bajo el canto de sirena del progreso y la falsa libertad que prometía el incipiente orden capitalista. Rousseau se convirtió desde entonces en el estandarte del resentimiento -así lo describe Nietzsche-, ícono de los descontentos del sistema, de los perdedores esperando su revancha, de la furia populista contra la arrogancia de las elites tecnócratas y desarraigadas, el denunciante más feroz -Marx es su seguidor- del individualismo liberal. El historiador de las ideas Isaiah Berlin lo calificaría más tarde como el “más grande militante plebeyo de la historia”.
Aunque Mishra emplea esta rivalidad filosófica para explicar los problemas que experimenta la narrativa progresista occidental en las sociedades orientales donde ha sido trasplantada, y muchas veces impuesta a la fuerza, también nos sirve para iluminar la que probablemente sea la dimensión más profunda de la crisis política, social y cultural que atraviesa Chile. Es la dimensión que opone dos narrativas incompatibles sobre lo que constituye realmente progreso. La primera es tributaria del optimismo de Voltaire. En ella se mezclan el orgullo por un país abierto al mundo, conectado con la modernidad, gobernado según criterios de eficiencia técnica, que se encarna institucionalmente en la combinación ganadora de la Guerra Fría, a saber, democracia representativa y economía de mercado. Esta es también la narrativa liberal de la autonomía individual en la cámara secreta, el centro comercial y la intimidad de la alcoba. Y es también la autocelebrada narrativa histórica de una nación que se educa y abandona en consecuencia sus creencias tradicionales. Si nos vamos a los años noventa, es la narrativa de los jaguares y las «máquinas de crear empleo», del Chile que sale al ataque y experimenta una auténtica revolución silenciosa que arrasa con nuestra versión subdesarrollada, tan cándida como primitiva. No es la pura narrativa: tiene a su favor inéditos indicadores de prosperidad material.
La segunda es la narrativa de Rousseau, que sostiene que acá no hay nada que celebrar, que en las últimas décadas hemos ido en reversa, que el egoísmo del interés propio y la competencia por el éxito han carcomido el tejido social y el sentido de comunidad, que un arribismo importado ha resultado en el trágico abandono de nuestras raíces, hasta llegar a desconocernos frente al espejo, hasta ignorar nuestra propia identidad, hasta convertirnos en un país de plástico abrumado por la falta de sentido. Aunque el proyecto marxista es apenas otra versión modernizante, un monstruo tecnológico que no garantiza en nada aquello que Morris Berman llamaba el “reencantamiento del mundo”, algunos de los partidarios de esta narrativa de progreso alternativa suelen mirar con nostalgia los tiempos de Allende, cuando un ambicioso proceso de transformaciones sociales fue truncado a sangre y fuego. Cuando los Rousseaunianos chilenos escuchan a sus compatriotas Voltaireanos celebrar lo que entienden por progreso, sostienen, como lo hiciera en forma pionera Tomás Moulian, que se trata sólo de un mito, y cantan, como Los Miserables, “a otro perro con ese hueso”.
Esto no quiere decir que todos los partidarios del diverso movimiento social que se configura a partir del estallido de octubre quieran volver a un estado de cosas anterior a 1973, o que renieguen de los beneficios de la modernización capitalista. Muchos sólo quieren menos abusos, meritocracia real, y una repartición más equitativa de la torta. En cualquier caso, se hace muy difícil volver atrás. Los chilenos -incluso los de izquierda- se han vuelto celosos de su autonomía individual. Una cosa es destacar el encuentro que ha permitido el estallido social –“nos costó tanto encontrarnos, no nos soltemos”-, pero otra muy distinta es volver a pensar en el pueblo como un ente orgánico que subordina la voluntad subjetiva. Hasta el amor romántico está en entredicho en las nuevas generaciones por su dimensión sacrificial.
En la misma clave Rousseauniana se entiende la proliferación de banderas mapuches y la negritud del emblema patrio en Plaza Baquedano. Simbolizan el rechazo del Chile que hemos construido con pretensiones de modernidad capitalista occidental. Buscan reconectar con el original, aunque sea una ensoñación tan ingenua como imposible. Por eso caen también las estatuas que testimonian un progreso colonial y despótico, impulsado de arriba hacia abajo por elites modernizadoras. De ahí también el profundo sentimiento Rousseauniano contra la expertise técnica, que en el último tiempo se traduce en la idea de que la convención constitucional debe ser integrada por ciudadanos comunes y corrientes.
La crisis chilena tiene muchas caras. Junto a los ampliamente documentados problemas de desigualdad material y de trato, y al déficit de legitimidad política de nuestras instituciones representativas, una dimensión más profunda revela el quiebre entre dos narrativas de progreso incompatibles. Dos siglos después, Voltaire y Rousseau siguen batallando, esta vez en una larga y angosta franja de tierra llamada Chile.