por Cristóbal Bellolio (publicada en revista Capital del 5 de septiembre de 2014)
Por lo hijos uno hace lo que sea. Quién no ha escuchado –o dicho- esa frase. Es un sentimiento natural producto de la historia evolucionaria de ciertos animales (como los humanos) que nos liga de modo especial con nuestra descendencia y no con la descendencia del vecino. La idea de hacer lo posible por mejorar la condición de nuestros niños recorre estructuralmente el debate por la educación en Chile. Las voces que defienden el sistema de financiamiento compartido –en especial la derecha política y las asociaciones de apoderados de colegios particular subvencionados con copago- suelen incorporar este argumento a su discurso: los padres quieren lo mejor para los suyos y ese anhelo se traduce usualmente en un esfuerzo por asegurarles la mejor educación posible. Este esfuerzo sería además un predictor de compromiso adicional con la enseñanza de sus hijos, fuente de orgullo para los apoderados y lección de vida para los pupilos.
A la izquierda le revienta esta narrativa. El nuevo rector de la Universidad de Chile, Ennio Vivaldi, expresó este sentimiento en su cuenta de Twitter: “Lo que se paga, no es mejor educación sino el que se les asegure que no se mezcle con otros estratos sociales”. Otros intelectuales en torno a la Nueva Mayoría han planteado una idea similar: el copago es una herramienta que segrega a los niños chilenos de acuerdo a la capacidad de pago de sus padres y no tiene necesaria relación con la calidad de los establecimientos. Es decir, “hacer lo mejor por los hijos” pasaría por alejarlos de las malas juntas y acercarlos a las buenas juntas, socioeconómicamente hablando. Esa es la verdadera –y nada noble- intención que hay que develar, piensan estos ideólogos.
La mayoría de los chilenos, en efecto, prefiere “que su hijo/a vaya a una escuela básica, liceo municipal o colegio donde los alumnos tengan un nivel socioeconómico parejo y parecido al suyo” antes que “vaya a una escuela básica, liceo municipal o colegio donde los alumnos tengan niveles socioeconómicos bien distintos” según arrojó la última encuesta CEP –en una pregunta que no debería calificarse de tendenciosa. 63% contra 30%. Este dato cuantitativo tendría, según Eugenio Tironi, una explicación sociológica: “hay una amplia capa de la población resuelta a defender con dientes y uñas prácticas e instituciones basadas en el mercado, las que estima consustanciales a su percepción de logro, como la educación particular subvencionada…”. Aparentemente nos recompensa la capacidad de diferenciar –y segregar- socialmente. Nuestras hijas e hijos son el vehículo que consolida esa sentida aspiración. Como suele repetir el ex presidente Piñera, sus padres se preocuparon de dejarle como herencia una buena educación. Ésta no se limita al pizarrón; incluye las redes, el lenguaje y el capital compartido. El esfuerzo económico que hacen millones de padres en Chile para dar a sus hijos una mejor educación es una especie de asignación hereditaria anticipada. ¿Quién puede negarles el derecho a ello?
Una posibilidad es poner en entredicho las reglas mismas de la herencia. A fin de cuentas, ¿qué culpa tienen los hijos de padres pobres para enfrentarse a un escenario donde los hijos de padres ricos parten en mejores condiciones? En abstracto, la justicia recomienda que los padres carezcan del derecho de otorgarle a sus hijos ciertas ventajas que los ponen –desde el inicio- en una posición asimétrica respecto de sus pares. Pero esto suele ser impracticable: los padres no perciben a sus hijos como unidades abstractas en una competencia. Consciente o inconscientemente, disponen las condiciones para que sus hijos ganen la carrera.
Probablemente la solución pase por permitir que los padres hagan la diferencia en ciertos ámbitos –usualmente considerados privados- y negarles esa prerrogativa cuando su aplicación impacta en las instituciones públicas. Entonces, si la tendencia natural del chileno es segregar socioeconómicamente, el poder político interviene poniendo restricciones a ese impulso. Así, los padres podrían seguir financiando las clases particulares fuera del horario escolar y conservarían el derecho de alentar a sus niños a juntarse con ciertos compañeros y no con otros. Como la vida en Jurassic Park, la segregación se abre camino. De hecho, sólo parte de ella se explica a través del financiamiento compartido. Las preferencias de los padres y la segregación residencial hacen el resto del trabajo. El deber del Estado –inspirado en principios de cohesión social e igualdad de oportunidades- se cumpliría desalentando su reproducción estructural en el sistema público. En concreto y aplicado al caso en comento, eliminando el copago. No me haré cargo aquí de las deficiencias específicas del proyecto. Mi intención es racionalizar y comprender su espíritu.
Si los institucionalistas tienen razón, algunas de estas nuevas reglas penetraran culturalmente a las nuevas generaciones de chilenas y chilenos. El resultado soñado es que las familias adhieran al principio que los anglosajones denominan fairness, que podríamos traducir como una combinación entre equidad e imparcialidad. Es decir, que los padres internalicen que es sistémicamente dañino y hasta tramposo adelantar a sus hijos en la carrera de la vida. Y por el contrario, que puedan inculcarles desde niños una norma social distinta: que sólo en condiciones de partida similares –paradójicamente bajo un modelo de integración socialmente heterogéneo- los resultados diferentes pueden ser objeto de orgullo y satisfacción. Tiene algo de ingeniería social, sin duda. Pero esa es la manera en que las instituciones políticas lidian con nuestros impulsos naturales para perfeccionar nuestro sentido de justicia.
Link: http://www.capital.cl/opinion/2014/09/05/100955-lo-mejor-para-nuestros-hijos