por Cristóbal Bellolio (publicada en revista Capital del 13 de septiembre de 2019)
“Bombero del Amazonas”, le llamó un vespertino de la plaza al presidente Sebastián Piñera, a propósito de su rol como intermediario en la crisis ecológica que afecta al bosque tropical más importante del planeta. Es un título entusiasta, que deposita esperanzas en los buenos oficios del mandatario chileno, en su capacidad de liderazgo regional y, especialmente, en su coherencia verde. Sin dudarlo, Piñera se hizo cargo de la COP25 que dejó botada Brasil apenas asumió Jair Bolsonaro. Si se trata de cambio climático, el presidente chileno se distancia del negacionismo científico que caracteriza a los populistas de derecha como Trump y el propio Bolsonaro. Chile, en ese sentido, tiene un mérito: aunque hay uno que otro libertario escéptico del consenso científico, hasta la extrema derecha que representa José Antonio Kast reconoce la magnitud de la emergencia climática.* Según una encuesta reciente, nueve de cada diez chilenos creen en la realidad del cambio climático.
Sebastián Piñera, en definitiva, quiere posicionarse como el actor regional más relevante en el desafío global más importante de nuestro tiempo. No es puro oportunismo. Aunque está lejos del ecologismo político de Sara Larraín, la devoción conservacionista de Douglas Tomkins, o la militancia de Greenpeace, Piñera siempre ha tenido un lugarcito en su discurso para la causa medioambientalista. Cuando puede, saca a relucir las obras de su Parque Tantauco. Pero no es el único presidente que hemos tenido en este registro. Sus dos antecesores se matricularon -al menos discursivamente- en la promoción del desarrollo sustentable. Hace una década, cuando la ONU le pidió ayudar a generar conciencia mundial sobre lo que entonces se llamaba calentamiento global, otro diario de la plaza bautizó a Ricardo Lagos como “Capitán Planeta”. Hasta hoy, Lagos insiste en la necesidad de volcar nuestros mejores esfuerzos políticos a mitigar los efectos de la crisis climática en ciernes. Luego fue el turno de Michelle Bachelet, que hacia el final de su segundo gobierno apareció ante los ojos del mundo como la principal defensora de los océanos, lo que incluso le valió un inédito reconocimiento de National Geographic como “Planetary Leadership Award”. Parafraseando su franja de 2005, Bachelet se encontró en este rol “sin imaginarlo ni pedirlo”, una vez que todos los relatos igualitaristas de su segundo mandato se fueron a la pailas tras Caval. En cualquier caso, Piñera es el continuador de una saga que nos debería enorgullecer -aunque a él, obviamente, le habría gustado ser el primero y sin duda quiere ser el más trascendente
En este empeño, sin embargo, es presa de un incómodo dilema político, que de algún modo quedó manifestado cuando se encontró como jamón del sándwich entre Bolsonaro y el presidente de Francia, Emmanuel Macron. En términos sencillos, la tensión se produce entre los principios de irrestricta soberanía nacional -a los que apeló el brasileño- y la urgencia de adoptar políticas supranacionales de protección medioambiental -a lo que apeló el francés. Piñera se matriculó con la primera tesis, ya sea por cuidar sus relaciones con el vecino, o bien porque abriga genuinas convicciones -propias de la derecha- respecto de la primacía de la soberanía nacional por sobre otras consideraciones globales y cosmopolitas. No olvidemos que este segundo gobierno de Sebastián Piñera se restó del Acuerdo de Escazú -que regula el acceso a la información, la participación pública y el acceso a la justicia en asuntos ambientales en América Latina y el Caribe- y más tarde se abstuvo de ratificar el Pacto Mundial sobre Migración -el primer acuerdo intergubernamental para orientar coordinadamente la regulación el fenómeno migratorio. Más allá de las razones específicas que se entregaron para cada caso, lo cierto es que Chile se puso del lado de los países que desconfían de los procedimientos políticos multilaterales y rechazan la injerencia de los organismos e instrumentos internacionales sobre lo que ocurre dentro de las fronteras nacionales. Eso es legítimo. Lo complejo es presentarse al mismo tiempo como referente para la solución -o apenas mitigación- de un problema que es fundamentalmente global y cosmopolita. No se puede ser todo al mismo tiempo.
Lo anterior sin mencionar que, bajando a la realidad política local, el sector del presidente Piñera tiene escasa cultura de sustentabilidad. Sus ministros celebran el aumento en la compra de vehículos contaminantes y dan escasas señales de querer introducir cambios radicales en el transporte urbano. Por el contrario, anuncian nuevas carreteras y ampliación de pistas que incentivan el uso de automóviles particulares. La preocupación por el crecimiento económico es enteramente justificable, pero en algunos casos colisiona con la conservación medioambiental. Piñera ya anunció el cierre de las termoeléctricas en el mediano plazo, lo que encendió las alarmas en aquellas localidades que dependen de estas fuentes laborales. En este sentido, el problema no lo tiene solamente la derecha. Lo tenemos todos, en la medida que tomarse en serio la crisis climática implica cambios en hábitos de consumo que no se aceptan de buena gana. Incluso la democracia, han sugerido algunos filósofos, podría resultar inadecuada para enfrentar este desafío: ningún político de la era modera gana elecciones prometiendo sangre, sudor y lágrimas. Por el contrario, los populistas son exitosos en las urnas porque, al negar el fenómeno climático, le ahorran a la gente los inconvenientes del cambio y el sacrificio. Piñera no está exento de la necesidad de popularidad. Tiene que responder a las expectativas ideológicas de sus electores. No puede abjurar de la promesa de la expansión del consumo (contaminante) ni del soberanismo nacionalista en boga en las derechas del mundo. Pero, he ahí el dilema, tiene que hacerlo -aunque sea parcialmente- si quiere pasar de bombero del Amazonas a Capitán Planeta.
Link: https://www.capital.cl/de-capitanes-y-bomberos/
* Después del envío de esta columna, José Antonio Kast emitió diversas opiniones que permiten matizar este punto. Aunque sostiene que su discrepancia con la COP25 es política, y no científica, al mismo tiempo señala que no está claro si la presente crisis se debe a un ciclo natural del planeta, o que la magnitud de la emergencia tampoco ha sido acreditada (ambos argumentos típicos del negacionismo climático en otras latitudes).