Archive for marzo 2018

LA IZQUIERDA COPITO DE NIEVE

marzo 27, 2018

por Cristóbal Bellolio (publicada en The Clinic del 22 de marzo de 2018)

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José Antonio Kast no es santo de mi devoción. Los lectores de este semanario lo saben. He dedicado dos recientes columnas a analizarlo como un entomólogo. Mis conclusiones no han sido benevolentes: no es un estadista sino un provocador. Su estilo, además, es sucio. Pero es justamente porque no me gusta lo que dice que defiendo su derecho a decirlo. De eso se trata la libertad de expresión en las democracias liberales: de tolerar aquello que nos resulta nauseabundo.

Cierta izquierda, en cambio, piensa diferente. Un nutrido grupo de estudiantes de la Universidad de Concepción se movilizó para censurar una charla que José Antonio Kast daría en dicha casa de estudios. La Universidad entregó razones administrativas, aunque nadie se las tomó en serio: eso de que sus aulas no pueden servir para el proselitismo es ridículo, especialmente tomando en cuenta la larga y rica trayectoria del establecimiento penquista en promover el debate político. Más honestas son las razones que esgrimieron los estudiantes: vetaron a Kast porque les parece xenófobo, machista, apologista de la dictadura y promotor de discursos de odio. Uno de estos inquisidores concluyó orgulloso: “El fascismo quiere conquistar la UdeC. La UdeC será la tumba del fascismo”.

Esto de silenciar conferencistas se ha vuelto común en algunas universidades del mundo. Cada vez que un grupo se siente potencialmente ofendido por las visiones de un invitado, moviliza sus recursos para impedir su intervención. Su objetivo es que las universidades sean “espacios seguros”, es decir, espacios donde no tengan que confrontar ideas amenazantes para sus particulares sensibilidades e identidades. Aunque es evidente que las universidades no pueden ser “espacios seguros” –pues contradeciría su misión: generar debate y pensamiento crítico-, el fenómeno ha sido asociado a las características de la llamada generación snowflake (copo de nieve): aquella que tiene la epidermis tan sensible que casi toda perspectiva contraria les resulta perturbadora y agraviante. Tal como le ocurrió a los emocionalmente vulnerables jóvenes de la Universidad de Concepción. Ellos son nuestra izquierda copito de nieve.

Algunas voces que se han levantado para defender el veto a Kast han invocado la paradoja de la tolerancia de Popper. El viejo filósofo liberal sostenía que las sociedades abiertas no tenían la obligación de tolerar a los intolerantes, pues si los intolerantes llegan al poder se acaba la tolerancia. Sin embargo, esta discusión es más compleja que lo que muestra un meme de Pictoline. En primer lugar, los intolerantes que Popper tenía en mente eran los movimientos totalitarios de su tiempo: nazismo, fascismo, comunismo. Todos aspiraban a destruir la democracia liberal una vez instalados en el poder. Nadie en su sano juicio podría decir que José Antonio Kast tiene ese propósito. Podrá tener una percepción favorable del legado de Pinochet, pero eso no lo convierte en un promotor de dictaduras. El personaje tiene una larga trayectoria como congresista y acaba de sacar limpiamente el 8% de los votos en la última presidencial. Tampoco es un fascista, en el sentido riguroso del término. Si bien es cierto que la izquierda gusta de llamarle “facho” a casi todo lo que se encuentra en la vereda opuesta, la banalización del término sólo le resta fuerza. Las ideas de Kast, en lo central, no se distinguen de las ideas de la UDI. La diferencia es que Kast las articula con mayor arrojo. ¿Vamos a vetar también a los líderes del gremialismo de concurrir a expresar sus puntos de vista a nuestras universidades?

En segundo lugar, aunque Kast fuese técnicamente un intolerante, Popper recomendaba dejar hablar a los intolerantes en la medida que sus ideas pudieran ser confrontadas en el debate público. Sólo perdían esta calidad, en el marco popperiano, cuando sus partidarios se negaban a discutir y sólo ofrecían los puños por respuesta. Tampoco es el caso de Kast. No niego que muchos de sus seguidores parezcan afiebrados en redes sociales, pero están lejos de constituirse en una fuerza violenta y organizada a partir de la incitación de su líder.

Otros, finalmente, han sacado a colación a Hitler. Si no se le hubiese permitido hablar, apuntan, el mundo se habría ahorrado su reino de terror. Pero eso no es correcto: Hitler sí fue originalmente censurado por la república de Weimar bajo el cargo de propagar –justamente- un “discurso de odio”. A continuación, sus partidarios lo dibujaron con una mordaza, preguntándose por qué todos tenían derecho a hablar menos él. Como era de esperarse, la victimización de Hitler aumentó su popularidad. No sería raro que estas lumbreras penquistas consigan lo mismo para José Antonio Kast.

La pregunta sobre los límites de la libertad de expresión sigue abierta. Lo que parece razonable es limitar la expresión “discurso de odio” a casos excepcionalmente graves. La evidencia enseña que calificamos de discurso de odio al discurso que emite nuestro adversario ideológico más que al discurso suyo contenido es objetivamente una incitación al odio contra un grupo específico. Es decir, “discurso de odio” significa usualmente “discurso que odio”. Un tuitero contó que asistió a una charla donde JAK dijo que una familia que no entrega hijos a la sociedad no es una verdadera familia. Cientos lo tomaron como prueba definitiva a favor de su censura. Craso error. Censurar a Kast por sostener dicha creencia es como censurar a la escritora chilena Lina Meruane por publicar un manifiesto contra los hijos. Aunque haya gente de lado y lado que odie esos discursos, ninguno constituye en rigor un discurso de odio. Una libertad de expresión robusta le da cabida a discursos que odiamos. De eso se trata, a fin de cuentas, la tolerancia. A Kast hay que bancárselo y ganarle en la cancha democrática. Lo otro es de llorones que gustan de ganar por W.O. Lo otro es de la izquierda copito de nieve.

*Esta columna fue escrita con anterioridad a los eventos de Iquique, donde J. A. Kast no sólo fue silenciado sino además agredido físicamente por estudiantes de la U. Arturo Prat.

Link: http://www.theclinic.cl/2018/03/21/columna-cristobal-bellolio-la-izquierda-copito-nieve/

 

EN DEFENSA DEL HEDONISMO

marzo 23, 2018

por Cristóbal Bellolio (publicada en revista Capital del 16 de marzo de 2018)

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El hedonismo tiene mala prensa. En las culturas culposas, el placer es un pecado, un exabrupto, una concesión que pone de manifiesto nuestra debilidad, nuestra incapacidad de ganarle a las bajas inclinaciones. El verdadero gozo, decía Agustín, sólo se alcanza en la contemplación de Dios. En este mundo, pensaba el obispo de Hipona, a lo más que podemos aspirar es a una felicidad recortada, truncada, a medias. Ahora que sabemos -o al menos intuimos- que no hay vida eterna, es hora de reivindicar el placer como uno de los ejes morales de la vida humana.

Los filósofos epicúreos pre cristianos pasaron a la historia por su canto al placer. Sus adversarios los tacharon de depravados, aunque en rigor su prédica era bastante moralista. No alimentaban el desenfreno sino la prudencia, e incentivaban a su feligresía a tomar en cuenta las consecuencias de largo plazo. En su Carta a Meneceo, Epicuro señala que el verdadero placer está en evitar los dolores del cuerpo y las turbaciones del alma. Después de siglos de hegemonía cristiana, los utilitaristas modernos rehabilitaron el hedonismo como senda ética. Jeremy Bentham decía que la vida transcurría bajo el yugo de dos amos: el dolor y el placer. La receta de la felicidad consistía en evitar lo primero y buscar lo segundo.

Pero ¿de qué placer estamos hablando? Seis forma configuran, al menos, mi mapa personal del placer.

En primer lugar, pocas cosas me producen más placer que la amistad. Los amigos son fuente inagotable de alegría, una carcajada interminable. Con ellos alejamos el temor -esa incómoda sensación de angustia- y nos movemos en un mar de confianza. No hay nada más triste que un niño sin amigos, solo en el recreo, víctima de la ley del hielo. Se nos ilumina el rostro, en cambio, cuando lo vemos reír con sus pares. Buscamos amigos para compartir el viaje de la vida, dentro y fuera de la familia. Porque una vida solitaria es una vida malgastada. Con los amigos florecemos.

En segundo lugar, me provoca un placer infinito discutir entre iguales acerca de las condiciones de nuestra vida en común. Organizarse es un placer, cantaba Sol y Lluvia. Quizás por lo mismo me apasiona la política como el arte de lo público. Algunos entran a la política porque tienen una injusticia que reivindicar -los mueve la rabia. Otros porque tienen algo que defender -los mueve el miedo. Algunos porque sienten la necesidad de devolver lo recibido -como mis amigos jesuitas. Los tiranos persiguen ciegamente el poder. A mí, en cambio, me produce un genuino placer participar de la construcción de un mundo compartido. Ganen o pierdan mis ideas. Me acompañen o no me acompañen mis amigos. Por el puro gusto de participar.

En tercer lugar, me llena de placer aprender algo nuevo. Leer un libro y encontrar un argumento brillante que me atraviese las neuronas como un rayo. Que me caiga la teja. Que se me prenda la ampolleta. Gritar Eureka para mis adentros. Darme cuenta de un error. Hacerme más culto, y reparar en el hecho que mientras más cultivados somos queda más conocimiento por develar. Irme a la cama pensando en una idea, dejarla madurar sobre la almohada, despertar con ella pidiéndome atención.

En cuarto lugar, descubrir nuevo territorio. No es un placer excéntrico: pregunte a su alrededor y muchos le dirán que nada les gusta más que viajar. Pero viajar a lugares inexplorados. La nostalgia de volver a un lugar querido es linda, pero heredé mi temperamento inquieto de mi tocayo Colón. Mi familia viene de dos puertos. Contemplar el mar me arrebata. No obstante, no me excita descansar de guata al sol en una playa; necesito recorrer una ciudad, ancha y misteriosa. Aplanar sus calles hasta la rendición. Perderme sin rumbo. Darme un festín de olores y colores.

A propósito de los sentidos, mi quinto placer es el consumo del cuerpo. Probablemente por eso soy sibarita, caído al trago y drogadicto recreacional. No me gusta cocinar, pero soy un niño en un restorán. Examinar la carta es un ritual, como la previa del sexo del cual ya vamos a hablar. Una cerveza de trigo para empezar, un vino sangriento para continuar, un whisky -no me quejo si es single malt– para terminar. Negocio la retirada con cualquier licor de la casa. Mantengo con casi todas las drogas una estupenda relación. No tengo nada de qué avergonzarme: en la taberna del mundo se ofrecen muchos manjares y yo quiero probarlos todos. Por lo demás, todo lo que entra a nuestro cuerpo tiene alguna dimensión nociva y la clave epicúrea está en la moderación. No me haría mal, eso sí, tomar ese consejo de anticipar las consecuencias: mis cañas son de proporciones bíblicas. El sexto es, finalmente, el placer de la piel. La carne en su modo erótico. La electricidad de la epidermis. Las pulsaciones del apareamiento. La gloria del orgasmo. Y su anticipo: dicen que la mejor parte del sexo no es cuando lo estás teniendo sino cuando tu cerebro ya sabe que lo va a tener.

¿Se suma al bando de los hedonistas impenitentes? En caso afirmativo, lo invito a hacer el mismo ejercicio. Entonces, ¿cuáles son sus placeres?

Link: http://www.capital.cl/opinion/2018/03/15/148595/en-defensa-del-hedonismo/

MAESTRA CHASQUILLA

marzo 20, 2018

por Cristóbal Bellolio (publicada en The Clinic del 15 de marzo de 2018)

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A una semana de terminar su mandato, Michelle Bachelet cumplió parcialmente su promesa de dotar a Chile de una nueva constitución. Parcialmente, porque lo que hace es apenas enviar un texto al Congreso, donde su pronóstico no es muy auspicioso. El gobierno de Sebastián Piñera no moverá un dedo para que la constitución de su archirrival vea la luz. En lo que alguna vez se llamó Nueva Mayoría tampoco se palpita un entusiasmo desbordante. El Frente Amplio, por su parte, entiende que este documento equivale a enterrar la idea de una asamblea constituyente de verdad. Por lo demás, eso de que hay que tener más de cuarenta para postular a la presidencia es una afrenta directa a una coalición cuyas principales figuras quedarían bajo el umbral. En resumen, este feto tiene cara de inviable.

Nada que le quite el sueño al bacheletismo. Para ellos, lo importante era cumplir. Poner el check. Decir “lo hicimos”. Que aparezca la firma de la jefa. Lo que pase de aquí en adelante es problema de otros. Porque, la verdad sea dicha, el mundo neo-mayorista nunca comprendió a cabalidad el espíritu del momento constituyente. Es cosa de recordar las palabras del entonces líder socialista Osvaldo Andrade: “a mí me interesa este debate desde el punto de vista del producto, no del método… Lo que queremos es cambiar la constitución, no hacer una discusión académica”. Es decir, el bacheletismo se obsesionó con la idea de parir un nuevo texto sin entender que nuestros problemas de legitimidad constitucional eran justamente procedimentales. Había que tomarse el tiempo necesario para discutir distintas alternativas procedimentales. La academia, a propósito de los dichos de Andrade, estaba en pleno proceso de brainstorming cuando la presidenta ya estaba lanzada en su cruzada personal. La ansiedad constituyente del bacheletismo conspiró contra un final feliz.

Lo mejor del proceso constituyente fueron precisamente los encuentros locales donde varios miles de compatriotas metieron algo de tiempo, ganas y seso. De manera inédita, nos juntamos a conversar entre amigos y vecinos sobre los principios que debieran fundar nuestra convivencia política y sobre las instituciones llamadas a encarnarlos. Una catarsis constituyente, un malón de ciudadanía, una poesía democrática. La codificación posterior daba un poco lo mismo. Lo importante era abrir la válvula de la participación. No la minuta de conclusiones. La clave estaba en el procedimiento, no en el contenido.

Por supuesto, que la relativa magia que hubo en ese empeño se haya desvanecido no es culpa exclusiva del gobierno. La derecha -salvo Evópoli- no aportó en nada. Parte de la izquierda -incluyendo al movimiento Marca tu Voto- seguía condicionando el proceso a que el resultado reflejara sus preferencias ideológicas. La agenda se fue por otro lado y cada día tiene su afán. Y así pasaron los meses. De pronto, como quien saca un conejo del sombrero, Bachelet anuncia que la constitución ya está lista. No solo eso: que se trata de un “salto gigantesco en nuestra sociedad, que nos pone a la altura de los países más desarrollados del mundo”. De no creer tanta maravilla. La presidenta llegó a decir que ahora sí que sí tendríamos herramientas para hacer efectivos nuestros derechos (¿no es justamente eso lo que hacen los actuales recursos de protección y amparo?). A la Piñera, le faltó decir que era el mejor texto de la historia. En lengua vulgar, Bachelet terminó por contagiarse de esa mala práctica de tirarse peos más arriba de la cintura.

Es entendible que, en el epílogo, el gobierno quiera transmitir la sensación de que lo hicieron espléndido. Pero hay algo que no calza. La primera vez que abandonó La Moneda, Bachelet exhibía cifras de aprobación tropicales. Esta vez, un poco menos que tibias. La algarabía está saliendo un poco forzada porque no está en sintonía con la indiferencia de la mayoría de los chilenos. Esta observación no desconoce los significativos avances que significó el gobierno de la Nueva Mayoría. No son pocos. Varios, especialmente para profundizar la democracia y ampliar derechos civiles, se caían de maduros. Varias pelotas estaban dando bote en el área chica y Michelle Bachelet las echó adentro. Es muy posible que los libros de historia sean benevolentes respecto de los últimos cuatro años. En lo personal, creo que no fueron tan buenos como su fanaticada sugiere ni tan malos como la derecha insiste.

Pero el caso de la constitución en los descuentos pone de manifiesto un cierto patrón. Como lo que ocurrió con reforma tributaria prometida: quedó mal hecha. Lo suyo sale barato, pero lo barato cuesta caro porque hay que entrar a picar. Muy maestra será Bachelet, pero es una maestra chasquilla.

Link: http://www.theclinic.cl/2018/03/15/columna-cristobal-bellolio-maestra-chasquilla/

NO HACE FALTA RODAJE

marzo 13, 2018

por Cristóbal Bellolio (publicada en La Nación de Argentina el 12 de marzo de 2018)

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Si Sebastián Piñera fuera un vehículo, podríamos decir que no necesita rodaje. Hace ocho años, cuando llegó por primera vez a La Moneda, las piezas de su equipo necesitaron de tiempo para ajustarse. Después de dos décadas ininterrumpidas de Concertación -la coalición de centroizquierda que derrotó a Pinochet y se instaló en el poder desde 1990 a 2010-, la derecha debutaba con dificultad en el arte de gobernar. La gran mayoría de su elenco era inexperto. Esta vez, en cambio, Piñera conformó un equipo que conoce el terreno y entiende el partido que le toca disputar.

De hecho, repite a seis de sus ministros. El gabinete político es prácticamente el mismo que lo acompañó hasta el último día de su primer gobierno. Piñera regresa a conducir Chile como el profesor que tuvo que ausentarse y cuando vuelve pregunta a la clase: ¿en qué habíamos quedado? Desde la izquierda se decía que su primer mandato fue un paréntesis en la era bacheletista. Piñera quiere transmitir que la verdadera anomalía fue Bachelet II. En paralelo, inaugura una auténtica carrera funcionaria en la derecha. En su primera administración, muchos jóvenes se incorporaron a las labores de estado. Se decía que estaban haciendo turismo político. Pero ya no están turisteando. Esos jóvenes -que entonces tuvieron cargos menores- retornan ahora con mayores responsabilidades.

En la dimensión ideológica, Piñera parte con una formación agresiva. Esta es una derecha sin complejos. Aunque le será difícil desbaratar las reformas emblemáticas de Michelle Bachelet -en parte, ganó prometiendo que no lo haría- el perfil de sus ministros es llamativo. Se equivocaron los que creyeron que Piñera seleccionaría un plantel que reflejara mejor la diversidad cultural de los chilenos. Se equivocaron los que pensaron que Piñera optaría por nombres moderados en las carteras más controvertidas. Por el contrario, su primera línea es socialmente homogénea y políticamente dura. Piñera dice que quiere emular al difunto Patricio Aylwin, reeditar la democracia de los acuerdos y hace continuas gárgaras con la unidad nacional. Pero sus nombramientos dicen otra cosa.

No es una apuesta irracional. Piñera mira el tablero y observa que al frente tiene una oposición fragmentada y obligada a reinventarse. No hay mejor momento para contragolpear que cuando el rival está mal parado en la cancha. También apuesta a que los movimientos sociales -que le provocaron úlceras en su primer período- no volverán a inundar la calle con la misma intensidad y efervescencia. A fin de cuentas, las demandas más importantes de mundo estudiantil ya están siendo procesadas por el sistema político de una u otra forma. Las prioridades serán otras: salud, delincuencia, pensiones, migración.

Todo eso se resuelve, en la mente del piñerismo, activando los engranajes de la economía. A los gobiernos de izquierda se los evalúa por su capacidad redistributiva, a los gobiernos de derecha por su aptitud para crecer y generar empleo. En eso, el nuevo presidente no se confunde. Piñera palidece frente al liderazgo de Bachelet en muchas variables. Pero aquí no. La narrativa oficial es que Chile dejó de crecer y que Piñera viene a recuperar el tiempo perdido. Es, curiosamente, un relato compatible con el del gobierno que se va. El discurso de los derechos sociales que ha promovido con relativo éxito la izquierda chilena en los últimos años no tiene correlato práctico si no puede financiarse. Los chilenos eligieron a Piñera porque intuyen que su fuerte es abultar la billetera. A eso se dedicará desde el primer día. Y sin rodaje.

Link: https://www.lanacion.com.ar/2116165-El

EL DERECHO A MORIR

marzo 10, 2018

por Cristóbal Bellolio (publicada en The Clinic del 8 de marzo de 2018)

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No es primera vez que se toca el tema, pero parece que ésta vez la discusión de la eutanasia va en serio. Ya era hora. Las razones que se esgrimen para oponerse a ella son dignas de consideración democrática, pero difícilmente resistirán el embate de los argumentos a favor de una muerte digna para enfermos terminales o aquejados por dolores insoportables que hayan manifestado inequívocamente su intención de morir.

No es casualidad que la propuesta venga de un diputado del renacido Partido Liberal. Los argumentos a favor de la eutanasia son típicamente liberales. Por un lado, está la idea de autonomía personal; sobre nuestros cuerpos, escribió Stuart Mill, somos los únicos soberanos. Ahí radica el corazón del proyecto liberal: es la consciencia individual -no la de la sociedad o del estado- el último tribunal normativo. Por el otro, está la idea de que el poder político no puede exigir a ningún ciudadano deberes heroicos o de sublimación. Las religiones tienen todo el derecho de sostener que la mortificación nos hace mejores personas o nos acerca al creador. Pero no las democracias liberales, donde las cruces se cargan voluntariamente. Es el mismo argumento que se desplegó para aprobar el aborto en tres causales: hay ciertas cargas que no podemos poner a la fuerza sobre los hombros de nuestros compatriotas sin afectar gravemente el principio de igualdad. Finalmente, está la idea de empatía -aquella que Adam Smith llamaba simpatía y que consiste en ponerse en el lugar del otro. Es justamente porque nos duele el dolor ajeno que nos resulta de una crueldad inaudita extenderlo indefinidamente ante la convicción médica de que no habrá recuperación en el horizonte.

No todos piensan igual. Desde su tribuna mercurial -que comparte en contienda desigual con Carlos Peña- el filósofo del derecho Joaquín García-Huidobro ha señalado que es una rareza eso de que para ser liberal haya “que promover la posibilidad de matar a la gente antes de su muerte natural”. García-Huidobro, catedrático de la principal universidad del Opus Dei en Chile, prefiere el puritanismo moral de los liberales clásicos y el anti-relativismo de los imperativos categóricos kantianos. No es extraño que los intelectuales católicos tengan debilidad por el liberalismo de Kant. Su contemporáneo Arthur Schopenhauer decía que Kant se parecía al tipo que todas las noches saca a bailar a una hermosa enmascarada, seguro de que se trata de un excitante amorío, sólo para darse cuenta al final de la velada que se trata de su esposa. Es decir, Kant estaba seguro de estar fundando una ética nueva, solo para descubrir que se trataba del viejo cristianismo con antifaz. (Rupert Holmes cuenta una versión actualizada de la historia en su canción sobre la piña colada)

Lo que llama la atención es que García-Huidobro omita que prácticamente todo el panteón del liberalismo contemporáneo se ha pronunciado a favor de la permisibilidad tanto del aborto como de la eutanasia. John Rawls -que construye su teoría de justicia sobre premisas kantianas- polemizó con el filósofo comunitarista Michael Walzer por la eutanasia. Sobre el aborto, escribió que las mujeres debían tener derecho a terminar su embarazo durante el primer trimestre, precisamente porque su derecho a la igualdad política prima por sobre las demás consideraciones. Ronald Dworkin, el otro gigante del liberalismo anglosajón, le dedicó un libro completo al aborto y la eutanasia. Aunque su argumento es distinto al de Rawls, su conclusión es la misma: ambos deben ser legales. Lo único raro en este debate es que García-Huidobro no conozca el estado del arte en la materia y pensara que el liberalismo se quedó pegado en las pelucas que reconoce añorar. Salvo, por cierto, que coincida con el juicio de su colega pontificio José Joaquín Ugarte, que lleva semanas ninguneando a Dworkin a través de cartas al director. No me extraña de Ugarte: fui su estudiante y por poco me hizo creer que no existía conocimiento filosófico digno después de Tomás de Aquino. Por poco.

Evidentemente, que la eutanasia sea una causa liberal no la hace por sí misma una buena causa. Sostener, a-la-Piñera, que sólo Dios puede dar y quitar la vida, es legítimo. Pero tendrán que mejorar sus argumentos si quieren vencer en la deliberación democrática. Tal como en el caso del aborto, la alternativa que han propuesto es la del acompañamiento. José Antonio Kast ha sostenido que la culpa de todo la tiene el estado por el abandono (¿?) en que se encuentran los enfermos terminales. En efecto, puede ser que alguno alivie sus dolores físicos con el bálsamo espiritual del abrazo sacerdotal. Pero pretender que ésa sea la solución para todos es desconocer el pluralismo ético de las sociedades modernas. Si el argumento es el valor intrínseco y absoluto de la vida humana -su santidad, como diría el propio Dworkin- entonces resulta contradictorio que sea a costa de someter vidas particulares al suplicio de un dolor insoportable y humillante, a una vida de miseria y sufrimiento indescriptible. Kast agrega que el argumento de la libertad no vale pues la persona que sufre no es libre. En cierto sentido, eso es correcto: el dolor esclaviza. Pero en lugar de romper las cadenas, la receta de Kast es obligar a soportarlas.

Por tanto, al igual como en el caso del aborto, lo que corresponde es dotar a la comunidad médica de los procedimientos y certidumbres necesarias para que en ciertos casos -que siempre serán excepcionales pues la tendencia es aferrarse a la vida- puedan ayudar a las personas a concluir sus días en forma digna.

Link: http://www.theclinic.cl/2018/03/09/columna-cristobal-bellolio-derecho-morir/

LIBERALISMO DARWINIANO

marzo 7, 2018

por Cristóbal Bellolio (publicada en revista Capital del 2 de marzo de 2018)

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En su superventas Sapiens, el historiador Yuval Noah Harari afirma dos cosas: primero, que las discusiones sobre moral, derecho y política ya no pueden abordarse seriamente sin considerar los descubrimientos de las ciencias naturales; segundo, que esos mismos descubrimientos minan severamente las bases de nuestro ordenamiento jurídico liberal. En su nuevo libro “De Naturaleza Liberal” (Catalonia, 2017), el ingeniero y divulgador científico chileno Álvaro Fischer coincide con lo primero, pero llega a la conclusión opuesta respecto de lo segundo: el sistema social que mejor se acomoda a nuestra naturaleza es precisamente aquel que se funda en principios liberales.

El libro de Fischer es un tour-de-force por el estado del arte en psicología evolutiva. En ese sentido, se enmarca en la tradición intelectual que va desde E. O. Wilson hasta Leda Cosmides, pasando por Steven Pinker y Jonathan Haidt, entre otros. La tesis central del saber sociobiológico es que nuestros sentimientos morales y patrones conductuales fueron labrados pacientemente por millones de años de evolución. Dicho de otro modo, estamos en condiciones de explicar -gracias al mejor recurso epistemológico disponible: el método científico- los rasgos centrales del comportamiento humano a partir de nuestra herencia genética. La obra de Fischer, por ponerlo en un eslogan, toma partido por la naturaleza por sobre la cultura.

Las implicancias de esta posición evolucionista son claras, según Fischer: los seres humanos tenemos un hardware difícil de modificar, y debemos tomar nota de ello a la hora de diseñar instituciones políticas y económicas. No somos tan maleables como pensaba la escuela marxista. No es cosa de llegar y proponer reformas, por bienintencionadas que parezcan; si chocan contra la madera dura de nuestro ADN, el resultado será invariablemente un fracaso.

Hay, en este viejo debate, un dilema complejo. David Hume enseñaba que los hechos (descriptivos) y los valores (normativos) no se mezclan. La ciencia explica cómo funciona el mundo, pero no puede instruirnos respecto de cómo vivir. Ese fue, justamente, el pecado mortal del darwinismo social asociado a Herbert Spencer y luego a los nazis. Fischer está plenamente consciente de los peligros de esa jugada. Sin embargo, parece proponer una relectura de la vieja máxima Humeana: sin bien es cierto que la ciencia no puede determinar la dimensión normativa, sí puede imponerle ciertas condiciones de factibilidad. El propio Hume no habría estado en desacuerdo: los pensadores de la ilustración escocesa -incluido Adam Smith- fueron escépticos de las utopías racionalistas y respetuosos de los sentimientos morales originarios del ser humano. Estos sentimientos, inclinaciones y pasiones pueden ser domesticados y canalizados para evitar daños a terceros, pero en lo fundamental no pueden ser extirpados por artefactos culturales.

Aquí radica, según Fischer, el gran problema del socialismo, pues ignora sistemáticamente la dirección de nuestros impulsos conductuales modelados al calor de la selección natural. Los seres humanos, tal como lo hacen nuestros parientes primates, compiten por estatus en la búsqueda de mejores alternativas reproductivas. No tendrían futuro, entonces, las políticas orientadas a eliminar las pulsiones competitivas en la sociedad. Del mismo modo, no tendrán futuro las políticas que ignoran la relevancia de los incentivos y las recompensas como retribución al esfuerzo. La izquierda, como ya lo advirtió el filósofo Peter Singer, haría bien en incorporar estos elementos a su propuesta.

Pero la evolución no es solo un juego de competencia sino también de cooperación, nos recuerda el autor. Colaborar es esencial. Sin embargo, los dispositivos sociales que favorecían la cooperación fueron “diseñados” para interactuar en grupos reducidos. Es natural que seamos altruistas y generosos con nuestra familia y amigos. En escenarios donde prima el anonimato, en cambio, lo normal es adoptar actitudes competitivas. El error ideológico, por así decirlo, consiste en importar acríticamente los principios de la cooperación a sociedades extensas y complejas donde no nos conocemos lo suficientemente bien para demandar deberes de solidaridad.

Este es, en resumidísimas cuentas, el proyecto intelectual de la psicología evolutiva militante: las piezas de fábrica de la naturaleza humana actúan como limitaciones al empeño transformador de la cultura. En ese registro, la recomendación de Fischer es evitar las restricciones a la libertad, tanto en un sentido moral como económico. De ahí su respaldo al ideario liberal. Las personas necesitan del espacio necesario para diferenciarse. Las restricciones operan generalmente en un sentido igualador. Además -agrega el autor- dichas regulaciones serán inefectivas porque la naturaleza suele abrirse camino.

Jugar la carta “naturalista” en los debates públicos es controversial. Incluso dentro del liberalismo. Más de algún correligionario dirá que el Darwinismo de Fischer funciona como una auténtica doctrina comprehensiva, casi como una religión, y por ende no deberíamos descansar en ella como razón pública para fundar la legitimidad política. Pero no han sido pocos los liberales evolucionistas. Hayek, sin ir más lejos. Fischer se inscribe en esa escuela.

Link: http://www.capital.cl/opinion/2018/03/01/148216/liberalismo-darwiniano/

MISS REEF Y FEMINISMO

marzo 5, 2018

por Cristóbal Bellolio (publicada en The Clinic del 1 de marzo de 2018)

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The Girls of the Taliban es el nombre de un aclamado documental de Al Jazeera. En él se cuenta cómo se educan las niñas en las zonas de Afganistán controladas por el extremismo religioso de los Talibanes. En un pasaje, los profesores explican por qué sus clases se desarrollan detrás de una cortina que impide el contacto visual con las alumnas. La razón es simple: apenas posan sus ojos los unos en los otros, se apodera de todos ellos un irrefrenable deseo carnal. Lo explican como si fuese algo inevitable, inexorable, natural. De algún modo, justifica los códigos de vestimenta que se exigen a las mujeres en las sociedades musulmanas: deben cubrirse para evitar encender la pasión de los hombres. Es el paroxismo de la sinceridad: se reconoce que los hombres son animales irracionales conducidos por sus apetitos sexuales y la única forma de convivir con aquello no es reformar a los hombres sino anular los espacios de tentación.

Suena patético, pero la narrativa no es enteramente distinta de que entregaron los organizadores del Miss Reef al suspender su tradicional evento veraniego. Lo hicieron, según ellos, “debido a la preocupación y conciencia que empezó a surgir por la violencia de género”. Es decir, al asociar un desfile en tanga a la violencia de género se presume que los hombres les perderán el respeto a las mujeres por el hecho de mirar sus traseros. No es un argumento ridículo. En una de esas, es cierto. Pero sin duda es un argumento perturbador, pues parte de una base similar al que se esgrime en las sociedades islámicas: la única manera de que los hombres se comporten civilizada y respetuosamente con las mujeres es evitando la tentación que genera la poca ropa. Los hombres serían incapaces de sobreponerse a sus bajas inclinaciones. Incapaces de autonomía, en terminología Kantiana. Pero es también un argumento complejo de aceptar para las mujeres, pues se parece al relato que busca culparlas de todo lo que les pasa cuando salen a la calle con vestimentas “atrevidas”. Como los hombres son autómatas, a las mujeres no les queda otra que el recato para ponerse a salvo del peligro. Triste para ambos bandos.

Los organizadores del Miss Reef pudieron, sin embargo, emplear otra línea argumental: el concurso cosifica a las mujeres en tanto las presenta como cuerpos disponibles para el goce visual masculino, lo que perpetúa el clásico patrón patriarcal donde las mujeres son objetos para poseer sexualmente y no mucho más que eso. La pregunta del millón es si acaso las mujeres tienen algo así como un derecho a cosificarse por voluntad propia. En cierto sentido, no vale que la contesten los hombres: a ellos les resulta bastante conveniente que la emancipación femenina consista básicamente en sacarse la ropa. Pero es interesante revisar qué opinaron las mujeres respecto a la cancelación del Miss Reef. Muchas lo criticaron en redes sociales. Las ex participantes del certamen lo defendieron abiertamente. Sus ganadoras tuvieron acceso a un mundo de oportunidades gracias a esa corona. El concurso, recordemos, no se acabó por falta de interesadas. El Miss Reef, como otros torneos de belleza, es un trampolín a la fama. Pero lo que parece molestar en ciertos sectores de esa gran y diversa familia que es el feminismo es que en esos certámenes no se premia la inteligencia ni la destreza sino únicamente la estética, usualmente en su versión más cruda, más básica, más vulgar. La premisa pareciera ser que hay algo indigno en ganar un concurso a la cara más linda, el cuerpo más perfecto, el poto más redondo. Un prejuicio platónico: la carne es menos que el alma. Una suspicacia cartesiana: los asuntos del cuerpo y de la mente no se mezclan.

Sin embargo, gracias a la ciencia sabemos que tanto Platón como Descartes se equivocaron. Lo advirtió Cristopher Hitchens en su lecho de muerte: “no es gracioso a estas alturas constatar la verdad de la proposición materialista que enseña que no tengo un cuerpo, sino que soy un cuerpo”. Dicho de otro modo, no debiésemos dar por descontado que los concursos que premian las virtudes del cuerpo son indignos. En ese sentido, hay que reconocer, el feminismo no tiene una sola voz. Muchas mujeres reclaman su derecho a ser sexualmente atractivas y a desplegar estrategias en esa dirección. Esas estrategias ancestrales no son un invento capitalista, sino que obedecen a la pulsión evolutiva de nuestra especie por alcanzar mejores opciones reproductivas. Esas opciones usualmente van asociadas a la búsqueda de estatus social. Hombres y mujeres apuestan a distintas estrategias de búsqueda de estatus. Para algunos es la riqueza. Para otros, será el poder. Otros cultivan el intelecto. Otros tantos usarán su cuerpo para hacerse diestros en el deporte. Otros, finalmente, esculpirán su carne. Acusar que sólo las últimas operan bajo la categoría marxista de falsa conciencia peca de cierta condescendencia. La obsesión de cierto feminismo por “liberar verdaderamente” a la mujer -y de paso atacar a quienes quieran liberarse de una manera distinta- es de las típicas fantasías Rousseaunianas con tufillo autoritario.

Es difícil referirse a estos temas sin ser acusado de mansplainning. Pero al igual que la religión, que es demasiado relevante para dejársela solamente a los creyentes, el feminismo es demasiado importante como para dejárselo solo a las mujeres. Si sus proposiciones son éticamente correctas, entonces todos debiésemos ser feministas. Pero para eso hay que tener claridad respecto de cuáles son sus componentes esenciales y cuáles son accesorios.

Link: http://www.theclinic.cl/2018/03/02/columna-miss-reef-feminismo/