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POR QUÉ NO IMPORTA LA CALIDAD

marzo 20, 2019

por Cristóbal Bellolio (publicada en revista Capital del 15 de marzo de 2019)

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Es un lugar común sostener que la reforma educacional de Michelle Bachelet partió al revés. Que antes de entrar a picar en la educación particular subvencionada por sus efectos estratificadores, debió haber concentrado sus esfuerzos en una educación municipal de calidad. Así no habría drama con la bendita tómbola. A fin de cuentas, todos quedarían en buenas opciones. Si todos los chilenos tuvieran educación de calidad, habría mayor igualdad de oportunidades y probablemente menos desigualdad de resultados. La desigualdad restante podría ser atribuida, ahora sí que sí, al mérito. En resumen, Bachelet se habría dedicado a cambiar las condiciones de acceso y de financiamiento sin referirse a lo más importante: la calidad.

Este es un lugar común enteramente razonable. Pero es un lugar común ingenuo. La calidad importa menos de lo que parece. Dicho de otra manera, la calidad no es lo que parece. Lo que los padres denominan calidad está relacionado con la capacidad de un establecimiento de cumplir una promesa educacional. Esto es, de dejar a sus hijos en una buena posición para enfrentar la carrera de la vida. Pero lo que determina una buena posición es relativo a la posición del resto. Si todos quedan en una buena posición, nadie queda en una buena posición. No, al menos, en un sistema competitivo de mercado cuyas posiciones más apetecidas son limitadas. En ese sistema, por mucho que todos hayan comprado entrada en cancha, algunos se ubicarán en cancha vip y otros en cancha diamante. No todos caben en cancha diamante. Si todos cupieran en cancha diamante, no sería cancha diamante. Sería cancha.

En eso, el ex ministro Eyzaguirre tenía razón. Si el objetivo de la reforma educacional de Bachelet era igualitario, entonces había que quitarle los patines a los que corrían con ventaja. Para seguir el ejemplo, había que abolir cancha vip (porque la cancha diamante no la tocaron). Ponerle patines a todos, como pidió la derecha, es prácticamente imposible. No sólo, advertía el filosófo libertario Robert Nozick, por lo que cuestan las “nivelaciones hacia arriba”. Sino porque los patines cumplen justamente la función de aventajarse del resto. Lo que quieren las familias que hacen un esfuerzo en equipar a sus hijos e hijas con patines es que ellos y ellas accedan a las posiciones sociales más altas dentro de un rango posible. En el improbable evento que el estado pueda ponerles patines a todos los niños y niñas de Chile –es decir, que pueda asegurar “calidad” a todos-, esas mismas familias equiparan a sus hijos con scooters.

Recordemos las marchas que organizó la Confederación de Padres y Apoderados de Colegios Particulares Subvencionados de Chile (Confepa) durante el pasado gobierno. En una de ellas, se leía un cartel que decía “no nos queremos mezclar”. En la percepción de esa clase media que fue capaz de emigrar de la educación municipal, los incipientes patines que tienen sus hijos no solo son el resultado legítimo del esfuerzo de sus padres, sino que además constituyen la afirmación de un cierto estatus. El estatus es la posición que una persona ocupa en un grupo social. Es, por tanto, siempre relativa respecto a la posición del resto. Si todos acceden automáticamente a mi estatus, mi estatus deja de reflejar una posición diferenciada. Pero eso es justamente lo que resulta en los mercados. Incluido el mercado de la educación. En éste, lo que se persigue no son sólo bienes curriculares, sino esencialmente posicionales. Si las familias son libres de equipar a sus hijos con lo que sea necesario -incluyendo scooters y monopatines con turbo- para acceder a esas posiciones sociales limitadas, entonces siempre habrá desigualdad y nunca tendremos una cancha pareja. Nozick habría visto con claridad el punto de Eyzaguirre: para limitar la desigualdad, en algún punto hay que limitar la libertad. El sistema educacional chileno hasta la reforma de Bachelet, agregaría Nozick, es un buen ejemplo de cómo la libertad se abre camino y genera (a su juicio, legítima) desigualdad.

Por lo anterior, la calidad tiene sólo limitada relación con lo que se enseña en una sala de clases, con diversas metodologías pedagógicas o con la capacidad de un colegio de inculcar disciplina. Esas cosas inciden en la calidad. Sin embargo, para algunos padres, la calidad pasa por mezclarse. Para otros, pasa por no mezclarse. Para los primeros, pasa por obligar a los segundos a que no compren cancha vip o que no ocupen patines. Para los segundos, pasa por que se les permita usar los dispositivos necesarios para aventajarse. En cancha vip se encontrarán con familias como ellas, es decir, con un nivel cultural similar. En la carrera de la vida, competirán entre ellos. Pero, al menos, competirán por la mejor vista de la cancha vip. Competirán entre aquellos con patines, con la tranquilidad de que los que corren a pata pelada no los alcanzarán jamás. Ni hablar de los que habitan la cancha diamante. Esos ni miran para atrás. El turbo monopatín los aventajó lo suficiente. Esa es la verdadera educación de calidad en una sociedad libre de mercado: la que permite diferenciarme en el acceso a las posiciones sociales más apetecidas.

Link: https://www.capital.cl/por-que-no-importa-la-calidad/

¿ESTÁ EN PELIGRO LA DEMOCRACIA CHILENA?

marzo 7, 2019

por Cristóbal Bellolio (publicada en revista Capital del 1° de marzo de 2019)

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“How Democracies Die”, de los profesores de Harvard Daniel Ziblatt y Steven Levitsky, se convirtió en el libro de moda de la politología para grandes audiencias. Ariel acaba de publicarlo en castellano (“Cómo Mueren las Democracias”) y hasta Barack Obama lo recomendó en su lista de libros del 2018. En lo central, los autores plantean que las democracias ya no mueren como antes, a punta de Hawker Hunters o a través de cortes radicales con el antiguo régimen. Las democracias de hoy son gradual pero sistemáticamente socavadas por populistas con desvaríos autoritarios que sin embargo conservan la fachada institucional de una democracia liberal. Pasó en Venezuela, pasó en Turquía, pasó en Hungría. Estaría pasando en Estados Unidos. En este sentido, el libro de Ziblatt y Levitsky se une a la nutrida literatura “liberal” que responde al shock que ha significado Donald Trump. En dos años se ha publicado una docena de libros que hablan de lo mismo. A veces da la sensación de que le ponen color. Pero acá se ponen pruebas sobre la mesa: Trump estaría efectivamente echando a perder el juguete.

Más que una reseña, me interesa explorar posibles aprendizajes para el caso chileno, tomando en cuenta que en la derecha dicen que se nos viene una ultraizquierda populista y que en la izquierda dicen que se nos viene una ultraderecha populista. Basta que uno tenga razón para preocuparse. El libro abre con una lección central: los partidos políticos son los principales custodios de la democracia. De ellos depende abrir o cerrar las compuertas a los autócratas en potencia. Los ascensos al poder de Hitler, Mussolini y Chávez, piensan los autores, son paradigmáticas fallas de gatekeeping: el establishment político los invitó pensando que podía servirse de ellos. Luego fue demasiado tarde. Algo similar habría pasado con Trump, una vez que se le permitió competir en la primaria republicana. Al hacerlo, fue validado. La pregunta morbosa en el escenario nacional es si acaso los partidos de Chile Vamos visarán la participación de José Antonio Kast en las internas de 2021. Voces de Evópoli, por ejemplo, ya han anticipado que no les parece una buena idea.

Pero, ¿no le estaremos poniendo color nosotros? ¿Es José Antonio Kast realmente una amenaza para la democracia liberal? Ziblatt y Levitsky fijan varios criterios como señales de alerta. Por ejemplo, un potencial autócrata busca invalidar el sistema y sus instituciones. Trump decía todo el tiempo que le harían trampa y nunca se comprometió a respetar el resultado. Kast dijo que no tenía dudas de que la izquierda podía robarse la última elección presidencial. No recuerdo otro candidato que haya dicho algo similar en el último tiempo. Otro criterio para identificar populistas peligrosos es la sistemática negación de la legitimidad del oponente. Es decir, no es que los adherentes del partido del frente tengan distintas ideas respecto de cómo mejorar la vida de los ciudadanos, como es natural en una sociedad pluralista, sino que se trata de individuos corrompidos hasta la médula. En su carta a Bolsonaro, por ejemplo, Kast sostuvo que la izquierda en la región hacía política “mediante la violencia y la mentira”. Sin embargo, hay otros criterios respecto de los cuáles el fundador de Acción Republicana no resulta especialmente problemático. Parece mucho más amenazante el propio Bolsonaro.

La segunda lección de Ziblatt y Levitsky se vincula con lo anterior: la democracia liberal sobrevive no sólo porque tenga pesos y contrapesos constitucionalmente afinados, sino porque su práctica fortalece ciertos hábitos de convivencia cívica. Como insiste Michael Ignatieff, el gran biógrafo de Isaiah Berlin, las democracias funcionan cuando los políticos respetan la diferencia entre enemigo y adversario. Mientras a los adversarios se los derrota, a los enemigos se les destruye. Ziblatt y Levitsky reconocen que se trata de un ideal sofisticado y bastante reciente. En medio de un aparente revival Schmittiano y la fascinación que despiertan las teorías agonísticas, los valores liberales zozobran. Entre ellos, por un lado, el principio de tolerancia, que consiste en aceptar la legitimidad de posiciones políticas que detestamos, entendiendo además que quizás sean promovidas por personas decentes e igualmente bienintencionadas que nosotros; por el otro, el principio de contención, que sugiere evitar los escalamientos hostiles (incluido el lenguaje) y abstenerse de utilizar el arsenal que permite la legislación cada vez que se pueda herir al oponente. La política, en la versión liberal, no es una guerra. Hay que pensar la democracia, dicen los autores, como si fuera un juego que queremos jugar indefinidamente. Para asegurarnos de aquello, no hay que salir a pegarle tan duro al otro equipo hasta el punto de dejarlo incapacitado o que sencillamente no quiera jugar más con nosotros. Aunque en la democracia se juega a ganar, no es un todo-vale.

Aquí, las alarmas también se prenden en la izquierda. Recuerdo el tweet del diputado comunista Hugo Gutiérrez juramentándose para que derecha no vuelva nunca más al poder. Si bien ha sido un gran aporte a la discusión parlamentaria, a veces cuesta encontrar pasajes en los cuales su compañera Carmen Hertz no se refiera a sus pares de derecha como unos cretinos éticos e intelectuales. El Frente Amplio tampoco ha ejercido mucha contención en el uso de sus herramientas constitucionales a la hora de antagonizar al gobierno. Para qué hablar del calcetinerismo que han exhibido por los asesinos confesos de un senador en democracia.

Paradójicamente, Ziblatt y Levitsky concluyen ejemplificando con el caso Chile durante los noventa. Subrayan que la Concertación, probablemente la coalición más exitosa de nuestra historia en términos de paz social, estabilidad política y prosperidad económica, se fundó sobre un acuerdo entre dos mundos que habían estado profundamente divididos previo al golpe. El abrazo de Carmen Frei con Isabel Allende simboliza esa admirable capacidad de entendimiento, que no es romántica, pero vaya que requiere esfuerzo. Esa capacidad que se perdió en tiempos en los cuales gobernaron sus padres, cuando casi todos los proyectos políticos apostaron al todo o nada. Esa democracia se perdió de un bombazo. Muchas de las actuales, en cambio, degeneran en autoritarismo por la erosión lenta pero perceptible de su convivencia cívica.

Link: https://www.capital.cl/esta-la-democracia-chilena-en-peligro/